jueves, 12 de enero de 2017

Manuelita Sáenz, la manipulación sexual, y el feminismo

Por muy patriarcal que sea una religión, de alguna u otra manera se incorporarán diosas al panteón. Zeus se casa con Hera y tiene muchas amantes. Y, si el dios no tiene vida sexual, como Cristo, pues entonces, al menos se rinde culto a su madre, por más que el catolicismo quiera hacer malabares semánticos diciendo que “venerar” no es lo mismo que “idolatrar”. El culto a Bolívar no es excepción. No puede haber un Libertador sin una libertadora, dios y diosa unidos en hieros gamos.
En el culto bolivariano, por supuesto, esa diosa es Manuela Sáenz. A medida que la figura de Bolívar ha sido apropiada por la extrema izquierda en Venezuela (no siempre fue así; al principio, Bolívar era más bien el inspirador de regímenes autoritarios derechistas), se ha querido incorporar una supuesta dimensión feminista a su culto. Y así, se presenta a Sáenz como una suerte de heroína feminista que no se deja oprimir por el patriarcado de la sociedad colonial.

Hay algo de realidad en eso. A la vieja usanza del Ancien regime, a Sáenz la casaron, en un matrimonio arreglado, con un comerciante inglés, Jaime Thorne. Sáenz, siempre inquieta, se aburría con Thorne, a quien respetaba, pero no amaba con pasión. Cuando Bolívar entró triunfalmente en Quito en 1822, puso sus ojos en Manuelita, y se inició un romance de grandes pasiones.
Sáenz, que ya tenía simpatías revolucionarias y había participado en conspiraciones contra la monarquía, se unió a Bolívar en sus campañas. Vestía uniformes militares y comandaba tropas. En una sociedad marcadamente machista, esta osadía ciertamente es admirable. Pero, cabe también preguntarse si las simpatías por el feminismo pueden interferir en el carácter meritocrático de una sociedad. Pues, pronto se hizo evidente que las posiciones de liderazgo que Manuelita alcanzaba eran en realidad debidas a su estatuto de amante del jefe. Desde el primer momento, en los ejércitos de Bolívar hubo disputas por liderazgos y ascensos. Algunos, como Manuel Piar, pagaron sus aspiraciones con la muerte. Manuelita, en cambio, aseguró sus ascensos con sus deleites sexuales al Libertador.
Cuando Bolívar se hizo dictador de Colombia en 1828, Sáenz creció aún más en osadía. En su magistral biografía de Bolívar, cuenta John Lynch que en el cumpleaños del Libertador, Manuelita organizó una fiesta con miembros del alto mando militar, colocó una estatua de Santander (quien había sido el vicepresidente de Colombia), e incitó a los militares a disparar a la estatua.
Esto propició que mucha gente cercana a Bolívar se quejara de la intromisión de Manuelita en asuntos de Estado, pero Bolívar, hechizado con sus encantos, trataba de excusarla en una carta al general Córdoba, diciendo: “En cuanto a la amable Loca. ¿Qué quiere Ud. que yo le diga a Ud.? Ud. la conoce de tiempo atrás. Yo he procurado separarme de ella, pero se no se puede nada contra una resistencia como la suya”. Bolívar aseguraba a Córdoba que Sáenz “no se ha metido nunca sino en rogar”. Lynch presume que ese “rogar” en realidad era pedir concesiones para sus allegados, quienes la usaban como intermediaria para que el dictador los favoreciese.
En la historia venezolana, Manuela Sáenz pudo haber sido la primera mujer en manipular a un presidente (o, en el caso de Bolívar, dictador), pero de ninguna manera fue la última. De sobra son conocidos los casos de Blanca Ibáñez y Cecilia Matos, con Jaime Lusinchi y Carlos Andrés Pérez, respectivamente. Tanto Ibáñez como Matos han quedado en la infamia. Pero, extrañamente, como Bolívar, quedamos fascinados con Manuelita, a pesar de que su conducta era muy parecida a la de esas amantes presidenciales. Al final, Sáenz tuvo a su favor el manto protector del culto a Bolívar. Así es la religión: nubla el entendimiento y arbitrariamente excusa a unos y condena a otros, aun cuando los casos son muy similares.
Por lo demás, vale preguntarse si Manuelita es un verdadero modelo feminista. Ciertamente, no se dejó atrapar por la pasividad que se esperaba de ella en la sociedad colonial. Pero, su modelo es más bien el de la mujer manipuladora que tiene que valerse del sexo y la coquetería para conseguir poder. Si eso es elogiable, entonces también debemos enaltecer como heroínas feministas a Blanca Ibáñez dando órdenes a los militares, y a Cecilia Matos dirigiendo las reuniones del tren ejecutivo. Algunas feministas, supongo, dirán que, en efecto, dadas las limitantes que impone el poder patriarcal, esa manipulación es un recurso válido del cual se valen las mujeres para empoderarse. Pero, si de verdad buscamos la liberación femenina, sería mucho más prudente enaltecer a mujeres que han avanzado hacia la liberación sin necesidad de atar a los hombres con sus vellos púbicos.

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