sábado, 19 de diciembre de 2015

Edmund Burke y la revolución bolivariana

            Edmund Burke no es un filósofo cuyas ideas me resulten simpáticas, pero las circunstancias por las cuales atraviesa Venezuela, me hacen reconsiderar su valor. Burke, de origen irlandés y católico, hizo carrera política en el Parlamento inglés a finales del siglo XVIII. Desde su curul, defendió posturas que hoy serían consideradas progresistas. Frente a la opresión anglo-protestante en Irlanda, Burke defendió las libertades de los católicos en ese país.
Burke también simpatizó con los revolucionarios norteamericanos que se rebelaban contra la injusticia de las agresivas políticas fiscales británicas (¡así de grande es Gran Bretaña!: en ese país, no es etiquetado como “traidor a la patria” un diputado que simpatiza con rebeldes secesionistas). Burke defendió siempre la revolución inglesa de 1688 (la misma que Locke elogió) que fortaleció el Parlamento y sentó las bases políticas del liberalismo.

Asimismo, Burke fue crítico del imperialismo británico en la India (no propiamente del proyecto colonialista británico, pero sí de su corrupción). A partir de eso, promovió investigaciones sobre fraudes en la administración colonial. Y, a lo largo de su carrera, Burke defendió los límites constitucionales de la monarquía británica.
Pero, en 1790 las cosas cambiaron. Burke sorprendió a muchos cuando, ante el estallido de la revolución francesa, la sometió a crítica duramente en su obra más conocida, Reflexiones sobre la revolución francesa. Gracias a esta obra, hoy Burke es considerado un padre del conservadurismo moderno. En ese libro, Burke defiende la idea de que no es posible organizar óptimamente la sociedad sobre la base de principios abstractos, y con reformas aceleradas. Según Burke, hay sabiduría en los prejuicios: si las cosas siempre se han hecho de una determinada manera, ha de ser porque cumplen su función debidamente. Cambiar el orden natural de las cosas puede ser catastrófico. Las tradiciones son baluartes del orden, la paz y la prosperidad, y pretender reemplazarlas basándose en principios abstractos, desemboca en caos y anarquía.
Las advertencias de Burke fueron proféticas. En 1790, la revolución francesa aún era embrionaria, y no había cometido los abusos que, ya con los jacobinos, se hicieron más notorios. Pero, cuando llegó Robespierre y su pandilla, muchos se empezaron a dar cuenta de que Burke no estaba tan equivocado. Uno de los grandes temores de Burke se materializó: de Francia se apoderó la “oclocracia”, el gobierno de las muchedumbres.
Ante los abusos revolucionarios, no tardaron en surgir comentaristas que defendieron a ultranza un regreso al absolutismo del trono y el altar. De esta estirpe surgieron reaccionarios nefastos como Joseph de Maistre y Juan Donoso Cortés. Desafortunadamente, Burke es a veces aglutinado junto a esos mastodontes defensores de la Inquisición, el papismo y el absolutismo. Esto es muy injusto. Pues, como he mencionado, Burke defendió algunas revoluciones (como la norteamericana), siempre elogió los límites constitucionales a las monarquías, e incluso, admitió la necesidad de reformas sociales.
No puedo simpatizar con alguien que defienda las monarquías, estime a la religión como único garante de la moral, y considere que en los prejuicios hay sabiduría. Pero, tras haber vivido 17 años de una autoproclamada “revolución bolivariana” en Venezuela, creo que algunas de las ideas de Burke son muy oportunas. La gran denuncia que Burke hacía a la revolución francesa, es también aplicable a la revolución bolivariana: dar poder desenfrenado a las masas, prescindiendo del principio de representación, es muy peligroso. Y, se vuelve más peligroso aún, si esto se pretende legitimar con principios abstractos aparentemente muy atractivos (por ejemplo, “el hombre nuevo”) pero que en realidad, no resuelven nada.
Chávez sembró en los venezolanos las ideas de “poder comunal”, “democracia participativa”, y “gobierno de calle”. Todo esto suena muy bonito, hasta que se logra ver lo que realmente produce: hordas de motorizados que, en nombre del “pueblo”, hacen destrozos por las ciudades, y hostigan a todo aquel que consideren su adversario. Afortunadamente en Venezuela no hemos vivido las tristes escenas de “tribunales populares” que fueron tan comunes en la revolución francesa, pero ciertamente estos episodios lamentables se inspiraron en principios similares a los que defendía Chávez y sus secuaces.
La IV República fue corrupta, no cabe duda, como también lo fue el Ancien regime francés. A diferencia del ultraconservador Maistre, Burke siempre admitió la necesidad de reforma. Pero, Burke advirtió sobre la necesidad de que las reformas, para ser efectivas y evitar el caos generalizado, deben ser graduales. Si algo lleva mucho tiempo enraizado, difícilmente podrá erradicarse repentinamente. Intentar hacerlo así puede resultar catastrófico. La revolución bolivariana desatendió el consejo de Burke: ciertamente Venezuela estaba en necesidad de muchas reformas, pero Chávez llegó a lo bestia a querer cambiar todo radical y repentinamente, desde los nombres de las ciudades y las montañas, hasta los hábitos de consumo de los venezolanos. Nuevamente, el tiempo dio la razón a Burke: la revolución bolivariana es hoy un fracaso, aunque lo mismo que la revolución francesa, ha servido para adquirir consciencia sobre los vicios del pasado.
Hoy, el chavismo se hunde en su propio fracaso: el 6 de diciembre de 2015, el pueblo acudió a las urnas y expresó un rechazo contundente. Pero, ahora, es el partido triunfante, quien debe tener presente los consejos de Burke. Por 17 años, el chavismo fue creando una monstruosidad. Ese monstruo se convirtió en una propia tradición, un prejuicio para los venezolanos. Esto no se puede cambiar de la noche a la mañana. Así como Burke criticó a los revolucionarios por sus ansias apresuradas de cambiar las cosas, un burkeano debería criticar a los contrarrevolucionarios que también tienen ansias apresuradas por desmontar todo lo que los revolucionarios montaron.
Burke no llegó a ver la restauración conservadora que cubrió a casi toda Europa tras el congreso de Viena y el colapso de Napoleón. Esta restauración no fue del todo exitosa (pues, eventualmente, suscitó nuevas olas revolucionarias en 1848), pero al menos, los restauradores intentaron hacer cambios graduales, y comprendieron que algunas cosas que montó la revolución francesa, no podían desmontarse ya.


La oposición venezolana debería aprender del pasado. Sus líderes deberían evitar ir con demasiada prisa. Obtuvieron 2/3 del poder legislativo, y pueden hacer mucho con ese poder. Pero, ojalá comprendan, como siempre advirtió Burke, que las reformas políticas, para ser efectivas, deben ser graduales. En el 2002, Carmona Estanga, fanatizado como los reaccionarios del siglo XIX, quiso desmontar en dos días, lo que los revolucionarios habían montado en cuatro años. Ya sabemos cómo acabó aquella bufonada. Esperemos que los nuevos contrarrevolucionarios venezolanos se tomen en serio a Burke, y hayan aprendido la lección. 

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