miércoles, 2 de octubre de 2013

Prefiero a Mitras que a Cristo (en algunas cosas)



            No sin alguna exageración, se ha alegado que el mitraísmo (el culto al dios Mitras) fue un serio rival del cristianismo en la conquista de prosélitos romanos durante los siglos II y III. Según parece, el mitraísmo fue especialmente popular entre los soldados romanos, quienes habrían traído desde lejanas tierras orientales este culto. Tras la conversión de Constantino, el mitraísmo desapareció, presumiblemente porque el cristianismo, ahora con el apoyo del Estado romano, tenía la suficiente capacidad de erradicar a su rival.
            Mitra era originalmente un dios persa anterior a las reformas de Zoroastro. Los soldados romanos habrían conocido su culto, y lo modificaron a la usanza romana. Así, asumieron a Mitras, y en torno a él, se desarrolló una religión mistérica. Precisamente debido a su carácter mistérico, no conocemos mucho sobre las creencias y rituales de esta religión. Sabemos que había una ceremonia de iniciación, en la cual los participantes se bañaban con la sangre de un toro.
            El mitraísmo seguramente fue una religión extravagante (el espectáculo del taurobolio, o el baño con la sangre del toro, habría resultado sumamente repugnante a un espectador con sensibilidades modernas). Pero, hay un aspecto muy moderno y loable en el mitraísmo, y en mi opinión, es más estimable que varias de las creencias originales cristianas.
            Desde su versión original persa, Mitra fue el dios encargado de hacer cumplir los contratos. Esta sencilla faceta es fundamental en la construcción de cualquier civilización y la preservación de la libertad. Frente a la crisis del capitalismo mundial, hoy ha estado muy en boga la idea (fundamentalmente de origen socialista) de que el Estado debe regular muchos aspectos de la vida, incluso si eso implica interferir en el cumplimiento de contratos entre personas libres.
            Los liberales, en cambio, nos inclinamos más por la defensa de un Estado cuya labor no es tanto satisfacer las necesidades y los deseos de las masas, sino más bien asegurarse de que los contratos son cumplidos. En el liberalismo, el Estado no debe participar tanto en contratos. Debe más bien permitir que los particulares tomen la iniciativa de formar contratos entre ellos, y sólo debe intervenir cuando alguno de los particulares no cumpla con los términos del contrato previamente establecido. A modo de ejemplo: el Estado no debe castigar a la prostituta o su cliente; el Estado debe intervenir sólo si la prostituta o su cliente, no cumplen con los términos acordados previamente en su transacción. Hay, por supuesto, matices: John Stuart Mill correctamente sostenía que el Estado sí debe intervenir para proteger a niños y dementes, aun si ellos aparentemente dan su consentimiento en una relación contractual. Y, hay también varias instancias en las cuales el abandono de las relaciones sociales al principio del contrato puede conducir a abusos. Pero, al menos como guía general, la concepción liberal del Estado es muy fructífera.
            Mitras, en cierto sentido, es la representación del Estado liberal, en su dimensión como velador por el cumplimiento de los contratos. Mitras no se mete en la vida de los demás, siempre y cuando los demás hayan llegado a un acuerdo entre ellos, y respeten sus pactos.
Cristo, en cambio, tiene una postura mucho más ambigua. Cristo no es tanto el velador del cumplimiento de los contratos, sino un agente que impone un contrato, ¡sin solicitar consentimiento a la contraparte! En el Antiguo testamento, mucho se habla de la ‘alianza’ entre Dios e Israel: si los israelitas cumplen la ley de Moisés, recibirán el favor de Yahvé; si no, habrá castigos severos. Pero, en realidad esto no es ninguna alianza: sin consultar a nadie, Dios impone los términos, y los israelitas no tienen oportunidad de rechazarlo.
En el entendimiento cristiano, esta alianza es sustituida por una nueva alianza delineada en el Nuevo testamento: Cristo se entrega a morir por los pecados de la humanidad, y así promete salvar a quienes cumplan con los nuevos mandamientos. Pero, de nuevo, esto es difícilmente una alianza, es más bien una imposición. No hubo consulta, ni expresión de consentimiento, en estos términos. Muchos teólogos han alegado que el infierno tiene justificación, pues el condenado ha “decidido” alejarse de Dios, y Dios cumple la voluntad del condenado alejándolo de Él. Francamente, no veo dónde está la supuesta “decisión”; dudo de que alguien voluntariamente tenga el deseo de sufrir eternamente las llamas. ¿Cuándo se firmó el acuerdo entre Dios y el condenado de que, si el condenado no deseaba estar con Dios, sería enviado a un lugar de espeluznante tortura? Nuevamente, hay en todo esto mucha imposición y poco contrato.
Incluso, en el mensaje terrenal de Jesús (que, valga agregar, en muchas cosas es bastante diferente del Cristo de la fe), hay un desprecio por las relaciones contractuales. La retórica de Jesús habitualmente condena al rico por el mero hecho de ser rico. Seguramente muchos de estos ricos han logrado sus fortunas ilegítimamente, pero no todos. Es perfectamente plausible que algunos otros ricos hayan acumulado sus riquezas por vía de transferencia legítima (por emplear el término del filósofo Robert Nozick) en relaciones contractuales. No obstante, Jesús, en su insistencia condenatoria de los ricos sin detallar su fuente, parece asumir que si las relaciones contractuales voluntarias conducen a la desigualdad, son ilegítimas. Esto está muy lejos de la concepción liberal que está dispuesta a aceptar los resultados de relaciones contractuales libres.

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