lunes, 17 de junio de 2013

El pánico moral frente a la H1N1



            Mi último año de secundaria lo hice en el Colegio Santa María Goretti de Maracaibo, una escuela que siempre desprecié debido a su mediocridad. El dueño del colegio era un sacerdote católico, el padre Severín. Este cura, de carácter bonachón y afable, gustaba de hacer misas a las cuales debíamos asistir obligatoriamente. Los niños pequeños, siempre ávidos de cualquier excusa para no recibir clases, disfrutaban la misa, pues así no tenían que estar en el salón de clases estudiando.
            Por supuesto, la indisciplina del salón inmediatamente se trasladaba a la misa. Y, cuando llegaba la ocasión de dar el abrazo de la paz, los niños formaban el ‘bochinche’ (una palabra criolla que expresa ‘desorden’). Los niños iban corriendo por toda la capilla para abrazar a sus compañeritos; obviamente, su intención no era tanto hacer las paces, sino generar caos y desorden en el rito. Desesperado ante el sabotaje de su misa, Severín tomó una decisión drástica que anunció en la liturgia: en sus misas, sólo estaba permitido dar el abrazo al compañerito de al lado.
             Quince años después, me entero de que Severín continúa creando nuevas reglas litúrgicas en el abrazo de la paz. Ahora, como cura de la iglesia Hogar Clínica San Rafael, le ha comunicado a la feligresía que no debe abrazar a otra gente durante la sesión del abrazo de la paz. El motivo: evitar el contagio de la gripe H1N1, la cual ha tenido un reciente brote en Maracaibo. Como añadido, Severín en su homilía ha anunciado que él conoce a un monseñor capellán del ejército, que está con una infección avanzada de H1N1, y que “está vivo de milagro”, pero que lo tienen recluido para que no se sepa la verdad. El gobierno, según Severín, está ocultando las altas cifras de víctimas fatales del H1N1.
            Me parece estupendo tomar medidas cautelares ante el avance del H1N1. Pero, por supuesto, Severín debería ser un poco más consistente, y si de verdad quiere mantener el rigor higiénico, debería prohibir las pilas de agua bendita en las cuales todo el mundo coloca sus manos llenas de gérmenes, y en el momento de la comunión, debería entregar la hostia con una pinza, en vez de con las manos. Presumo, no obstante, que Severín (y la casi totalidad del clero) no concibe que el cuerpo de Cristo (por vía de la doctrina de la transustanciación) acumule microorganismos dañinos.
            Sí me parece grave, no obstante, la forma en que Severín alimenta el rumor conspiranoico en torno a la H1N1, sin la menor prueba como respaldo. Su homilía genera un pánico moral, y ante una situación sanitaria ciertamente difícil, sus palabras promueven una histeria colectiva de temor, desconfianza y angustia.
            Pero, a decir verdad, esto no es exclusivo de Severín o de la reacción de los marabinos ante el H1N1. Todas las epidemias han propiciado pánicos morales. La epidemia es mucho más que una mera condición biológica. Como añadido a los factores biológicos, hay en la epidemia factores sociales que condicionan el entendimiento público de la enfermedad; en otras palabras, además de los microorganismos, existe una construcción social de la enfermedad. Rara vez una población se ha limitado a racionalmente evaluar las causas de una enfermedad, y analizar la alternativa más efectiva. Por el contrario, la epidemia sirve como oportunidad para que la sociedad saque a relucir sus prejuicios, temores y angustias que no proceden de la epidemia, pero que ésta los activa.
            La peste bubónica del siglo XIV es probablemente el ejemplo más famoso. En aquella catástrofe, desapareció la mitad de la población europea. Hubo muchos intentos en vano por aliviar la situación, en buena medida porque no se conocía la existencia de microorganismos (la peste bubónica es generada por una bacteria que se aloja en una pulga, la cual a su vez se aloja en la rata negra). Ante la desesperación, el intento por controlar la epidemia se tiño de matices religiosos y políticos. 
 
Mucha gente creyó que aquello era el fin del mundo, el apocalipsis como castigo por los pecados. Surgió así una secta religiosa, los flagelantes. Los miembros de esta secta deambulaban por toda Europa flagelándose la espalda, como ofrenda de sufrimiento para que Dios suspendiese su castigo. Los flagelantes fueron creciendo en popularidad. El Papa vio esto como una amenaza a su autoridad, y prohibió la secta, pero ante la catástrofe epidemiológica, ésta continuó.
En las epidemias, es común buscar un agente culpable más allá de las causas estrictamente naturales. La mente humana tiene una tendencia a inventarse causas artificiales para las catástrofes. Y, de ahí procede el pánico moral. El temor no es estrictamente al virus o a la bacteria, sino a la acción de un humano que, o bien genera la enfermedad, o al menos, la expande. En el siglo XIV, este pánico moral se proyectó sobre los judíos: no hubo tardanza en acusarlos como los culpables de la peste, al supuestamente envenenar pozos y raptar niños.
  La construcción social de muchas enfermedades ha continuado hasta nuestros días. El paciente infectado con VIH no tiene una mera afección en su sistema inmunológico. Es un paria (afortunadamente, cada vez menos) de la sociedad. Y, nuevamente, en torno al SIDA se ha propiciado un pánico moral. El paciente muchas veces está sujeto a restricciones innecesarias, y proliferan teorías conspiranoicas sobre el origen de esta enfermedad: desde el castigo divino por la homosexualidad, hasta experimentos perversos realizados por la CIA en el África.
En los últimos años, ha habido un resurgir del gusto por los zombis en el cine y la literatura. No extraña que así sea. Pues, el zombi es una poderosa metáfora que representa el pánico moral. En estas películas y novelas, los sobrevivientes desarrollan un inmenso temor por las masas de zombis que acechan al unísono. El zombi representa todo aquello que teme la ciudadanía: el inmigrante, el negro, el enfermo, el homosexual, etc. En The Walking Dead (una novela reciente sobre zombis), uno de los personajes hace una aguda observación: los verdaderos zombis y monstruos somos nosotros, al exhibir conductas irracionales frente a las adversidades.
 Al menos, el zombi afortunadamente está confinado a la ficción. Lamentablemente, en las epidemias, los enfermos muchas veces se convierten en metáforas vivientes (y no meramente ficticias) de todo aquello que la sociedad teme.
Hay en Venezuela un temor creciente frente el gobierno. La inflación, inseguridad ciudadana y escasez de rubros ha hecho que el ciudadano común desconfíe de quien ejerce la autoridad. La torpeza de Nicolás Maduro al manejar su crisis de legitimidad tras el cuestionamiento de las elecciones en las que resultó ganador, ha contribuido aún más a esta falta de confianza. En la ciudadanía venezolana, algunos temores tienen sustento (es perfectamente racional temer a los delincuentes o funcionarios corruptos en este país), pero otros no. El brote de la H1N1 ha servido como plataforma para proyectar esos temores, más allá de su base racional, del mismo modo en que ocurrió durante la peste bubónica. En el siglo XIV, era racional temer a los bandoleros de camino, pero la aparición de la peste hizo aparecer un pánico por los judíos, un temor absolutamente irracional. Pues bien, la H1N1 está haciendo que aquellos que temen la delincuencia o la corrupción en Venezuela (temores racionales) ahora teman una mega conspiración nacional para suprimir las cifras de víctimas (un temor que, hasta ahora, no tiene mayor sustento).
Las enfermedades no se erradican sólo con higiene y descubrimientos científicos. Es necesario también difundir una mentalidad colectiva crítica que prevenga el auge de pánicos morales que fácilmente pueden conducir a decisiones erradas. Solicitar que no haya contacto físico mientras no se erradique una gripe, es racional. Inventar que el gobierno tiene una conspiración para engañar al pueblo y ocultar las cifras, es irracional. Al final, no sólo debemos combatir los gérmenes físicos, sino también los gérmenes mentales que entorpecen la consecución de la sanidad en una sociedad. El primer paso consiste en armarse con pensamiento crítico frente a las amenazas de la irracionalidad de los pánicos morales.

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