domingo, 4 de noviembre de 2012

¡Me cago en la bandera!



            En el 2007, el gobierno venezolano decidió no renovar la concesión del espacio radioeléctrico (en realidad un eufemismo para un cierre) a la televisora privada Radio Caracas Televisión. Aquella medida generó aireadas protestas en un considerable sector de la población. Y, una de las formas de protesta fue ondear la bandera al revés. Eso inmediatamente generó una agresiva respuesta por parte de los simpatizantes del gobierno. No hubo arrestos en aquel momento (pues las protestas con banderas al revés fueron masivas), pero sí hubo una campaña mediática de que aquello constituía una traición a la patria, y era un delito grave.
            No disputo que la Constitución de la República Bolivariana estipula el ‘deber’ de honrar los símbolos patrios (en el artículo 130), y que hay una ley que castiga su profanación. Pero, sí deseo disputar que estas legislaciones sean justas. Aquellos que hoy en Venezuela acuden a la manipulación patriotera para perseguir a quienes profanan símbolos patrios, suelen proceder de los sectores más radicales de la izquierda, y más críticos de los EE.UU. y el Partido Republicano en ese país. Pero, irónicamente, en EE.UU. el ala más derechista favorece la persecución de quienes profanan la bandera, mientras que el ala más izquierdista defiende la libertad individual de expresión, y eso implica libertad para profanar la bandera.
            Las banderas tuvieron un origen más utilitario que simbólico. Se empleaban para marcar la identificación de los ejércitos en los campos de batalla, especialmente durante la Edad Media. Dado su origen militar, eventualmente, los príncipes europeos medievales empezaron a diseñar banderas que representaran a las familias nobles. Pero, puesto que, en función del feudalismo, estos nobles contaban con ejércitos, las banderas eventualmente vinieron a representar a los colectivos protegidos por los nobles y sus ejércitos.
            Desde un inicio, entonces, las banderas fueron impuestas a los pueblos. Las distintas familias de la nobleza diseñaron escudos y banderas como parte de su propio proyecto de vanidad, y virtualmente obligaron a los pueblos a identificarse con símbolos que, en realidad, no los representaba, en tanto procedían de la imposición de la elite.
            Esto empezó a cambiar con el tratado de Westfalia en el siglo XVII. Después de una brutal guerra por motivos religiosos, los Estados europeos acordaron que ya no serían los príncipes, sino los propios pueblos, quienes decidirían cuál sería la religión de cada país. Muchos observadores coinciden en que, en aquel momento, nació el Estado-nación. El Estado ya no sería definido por la familia que lo gobernara, sino por el pueblo que lo conforma.
            Y, eventualmente, esto encontró manifestación en el diseño de las banderas. Éstas ya no serían la representación de las familias reales, sino de la nación. Desaparecían las flores de lis (emblema de los Borbones), y aparecían los tricolores (emblemas de los ideales revolucionarios y nacionalistas). Bajo este mismo principio aparecieron las banderas de las nacientes naciones latinoamericanas.
            La transformación adelantada por el tratado de Westfalia fue una mejora significativa. Ya las masas no tendrían que tragarse aquello que el príncipe les imponía. En ese sentido, la bandera moderna fue un paso hacia la consecución de la libertad. Pero, se inauguró una nueva forma de opresión: ya el príncipe no oprimiría a las masas con sus escudos vanidosos, pero ahora, las masas oprimirían a los individuos imponiéndoles la identificación con un símbolo, por el mero hecho fortuito de nacer en un lugar específico.
            Así, en la era del nacionalismo moderno, la bandera vino a ocupar un lugar muy parecido al que el tótem ocupa en las sociedades primitivas. Los estudiosos del totemismo, como Durkheim y Levi Strauss, siempre advirtieron que la devoción por el tótem no es meramente una forma de fetichismo, sino que sirve como representación simbólica para afirmar la identidad grupal. Estos antropólogos tenían razón, pero no por ello el tótem deja de ser una forma de fetiche, protegida por toda suerte de tabús. Pues bien, algo similar ocurre con las banderas modernas: el respeto que se exige a ellas no es un mero fetichismo por un pedazo de tela, pero no por ello deja de ser una forma de fetichismo. Y, en tanto las banderas son fetiches, terminan por suprimir la libertad individual de quienes las manipulan.
            La bandera moderna representa a la nación, y es el símbolo favorito de los nacionalistas. Tradicionalmente, ha habido dos formas de nacionalismo. El primero es el nacionalismo de suelo y sangre, aquel que postula que la nación existe objetivamente independientemente de la voluntad de los ciudadanos. El segundo es el nacionalismo cívico, que postula que la nación es apenas una abstracción que surge de la voluntad subjetiva de quienes la conforman.
            El primer tipo de nacionalismo fue intelectualmente defendido por Herder y Fichte, y sentó las bases para la xenofobia y las terribles guerras nacionalistas de los últimos dos siglos. En tanto se asume que la nación existe independientemente de la voluntad de los individuos, los seguidores de este tipo de nacionalismo asumían que nadie puede asimilarse a una nueva nación, y aquellos que no compartan las características nacionales, deben ser expulsados. El segundo tipo de nacionalismo fue conformado por las ideas de la revolución francesa y posteriormente por Ernest Renan, y reposa sobre la idea de que los ciudadanos de la nación voluntariamente conforman esa entidad.
            Bajo el primer tipo de nacionalismo, todo ciudadano tiene la obligación de respetar la bandera, y quien no lo haga así, debe ser castigado. Para este tipo de nacionalismo, la pertenencia a una nación no es un acto cívico y voluntario, sino que es sencillamente una circunstancia dictada por el nacimiento, por el suelo y la sangre. En cambio, para el segundo tipo de nacionalismo, al menos en teoría, existe la posibilidad de que, quien no desee formar parte voluntariamente de la nación, al menos tiene la opción de manifestarlo así. Y, en ese sentido, bajo esta ideología nacionalista, habría espacio para que quienes disientan del símbolo nacional, así lo manifiesten.
            El primer prócer que diseñó una bandera para la naciente nación venezolana, Franciso de Miranda, estuvo imbuido de las ideas nacionalistas de la revolución francesa, y en ese sentido, es presumible que defendía el nacionalismo cívico por encima del nacionalismo de suelo y sangre. Pero, lamentablemente, el fetiche por la bandera venezolana en el siglo XX ha cultivado más bien un nacionalismo impositivo más afín al de Herder y Fitche, que al de los voluntaristas cívicos inspirados en los ideales de la revolución francesa.
            Es un hecho notorio que una considerable porción de las banderas nacionales incorporan alguna forma de simbolismo militar (el escudo venezolano no es la excepción). Y, no por mera coincidencia, las banderas con más símbolos militares representan a países con más tendencias hacia el nacionalismo impositivo. Un objetivo bastante claro de esto es recordarle al ciudadano que él no tiene mucha opción en decidir si acepta o no el símbolo patrio. O se canta el himno, o se recibe el porrazo. En las proclamas nacionalistas, hay mucho ad baculum, y pocas deliberaciones argumentativas racionales.
            El culto a la bandera y los tabúes que la protegen frente a cualquier forma de irrespeto ha terminado por convertirse en un emblema al colectivismo, y una bofetada a la libertad individual. Después del tratado de Westfalia, el mundo moderno valora la libertad religiosa, y quien no desee seguir una religión, está en su pleno derecho. Pero, por supuesto, en muchos Estados modernos, hay una excepción: se puede disentir de cualquier religión, menos de la religión nacionalista. Me puedo cagar en Dios, pero jamás en la bandera. En la sociedad moderna, un autor puede escribir una novela como Los versos satánicos, pero no puede quemar un pedazo de tela tricolor.
           Es hora de apreciar que en una sociedad verdaderamente libre y abierta, debe haber espacio para la profanación de las banderas. Si en un país que pretende ser libre, es perfectamente viable criticar los significados de los colores de un tricolor nacional, ¿qué impide que esa misma crítica se haga en un lenguaje alegórico, mediante el recurso del fuego?  Si un ultraconservador francés puede argumentar en una calle parisina en contra de la libertad, la igualdad y la fraternidad, ¿por qué no puede quemar la bandera cuyos colores precisamente representan esos valores? De hecho, este mismo razonamiento fue empleado por el magistrado norteamericano William Brenan (en el caso de Texas vs. Johnson) en su decisión de no aprobar leyes que prohibieran la profanación la bandera norteamericana. Aún estamos a la espera de alguna futura reforma a la constitución venezolana, para que aquellos que deseen expresar su descontento, se caguen en la bandera sin temor a que la DISIP (la policía política) los encierren en una celda junto a violadores y asesinos.

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