jueves, 11 de octubre de 2012

Buhoneros, cuidacarros y mendigos: ¿que se jodan?


            Las del 2012 en Venezuela fueron las primeras elecciones presidenciales desde la aparición de las redes sociales en nuestro país. Después de que se anunciaron los resultados, circularon cadenas de todo tipo por Facebook, Tweeter y Blackberry Messenger. Una de las que más me llamó la atención fue aquella que, con muchos errores ortográficos, exhortaba a no conceder más limosnas a los pordioseros venezolanos, pues se asume que, si habremos de vivir en socialismo, los particulares ya no tienen ninguna obligación de ser caritativos, sino que el Estado debe asumir esa carga. Pero, con más ahínco, se insistía en que, puesto que los pordioseros probablemente votaron por Chávez, pues ahora, ¡que se jodan!
            Estos argumentos son, por supuesto, pobrísimos y preocupantes. Asume en primer lugar que los pordioseros votan, cuando en realidad es poco probable que así sea. Marx llamó a esta clase el lumpenproletariado, la clase en un nivel tan bajo y con una desmoralización tan bárbara, que probablemente no tiene ninguna conciencia política, y no siente la menor motivación a participar políticamente. Su principal preocupación es ganar el salario diario como mendigo, y más nada. Pero, el argumento también es preocupante, pues quienes lo esgrimen asumen una suerte de chantaje (muy similar al que se le critica con justa razón a Chávez): si no votan por un candidato X, les seguiremos dando sobras, pero no los ayudaremos a mejorar su condición social. Y, además, la brutal indiferencia frente al sufrimiento de los demás es un signo de la mentalidad psicopática, o al menos, de una ideología política fascista.
            Pero, precisamente esto invita a la reflexión ética en torno a la limosna entregada a los pordioseros. Antes de la aparición del Estado con pretensiones de ofrecer bienestar en la edad moderna, las grandes religiones éticas exhortaban a entregar limosna. Sin organizaciones caritativas consolidadas, se esperaba que el dar limosna a los necesitados al menos ayudaría a aliviar su sufrimiento. Pero, con la formación de organizaciones caritativas, y el crecimiento del Estado como órgano para no sólo garantizar la seguridad, sino también para ofrecer bienestar a los ciudadanos, la entrega de limosnas a los pordioseros ha sido más cuestionada.
            Los argumentos son muy conocidos. Podría sostenerse que, sencillamente, no tengo obligación moral con los pordioseros, pues mis riquezas han sido honestamente acumuladas, y no tengo que compartir con nadie algo que es mío y que me merezco. Así razonan muchos libertarios, pero yo me opongo a esto, pues considero, como los filósofos John Rawls y Thomas Nagel, que las diferencias socio-económicas muchas veces están pautadas por mera suerte, y ésta es injusta. Y, para enmendar esta injusticia, es necesario socorrer a los desfavorecidos. Pero, lo cuestionable es si la limosna en realidad sirve para socorrerlos.
Con la limosna, se incentiva al pordiosero en su conducta, y se le despoja de motivación para trabajar. Se han hecho estudios en ciudades latinoamericanas, y éstos revelan que un pordiosero ubicado en zonas estratégicas puede ganar más que un profesional con sueldo mínimo. Además, es probable que el pordiosero destina su ‘sueldo’ a las drogas y el alcohol, de forma tal que la limosna seguramente terminará financiando adicciones.
            Algunos estudiosos de países industrializados calculan que entre el 50 y el 80% de los pordioseros son enfermos mentales, y que necesitan atención psiquiátrica urgente; la limosna obviamente no conduce a resolver este problema, pues darle dinero a un enfermo mental es un desperdicio. Yo dudo de que estas cifras también ocurran en América Latina. En el Primer Mundo, el pordiosero casi lo es por voluntad propia, pues la cifra de desempleo no es tan alta, y con un poco de esfuerzo, puede conseguirse un mínimo de bienestar que la vida de mendigo no ofrezca; en pocos casos el ser mendigo es la única posibilidad de subsistir. En cambio, en el Tercer Mundo, los efectos del desempleo se sienten más, y así, mucha más gente se ve obligada a salir a la calle a pedir limosna.
            Así pues, podemos argumentar que no está moralmente justificado dar limosnas, pues el Estado y otros entes organizan mejor la asistencia social; si deseamos ayudar a los pobres, conviene más filantropía a instituciones serias que no incentivarán las adicciones, ni despojarán del incentivo para trabajar. Pero, en América Latina, se complica un poco la decisión, pues los Estados son muy corruptos e ineficientes. Y, precisamente, en vista de que no cumplen su labor de socorrer a los más desasistidos, quizás sí exista mayor obligación moral para que los ciudadanos particulares traten de ayudar a los pordioseros con limosnas.
            Puede argumentarse, además, que la limosna es al menos una medida para apaciguar al pordiosero, y así no convertirlo en criminal. El razonamiento es que, si al pordiosero se le niega la limosna, eventualmente crecerá en resentimiento y saldrá a robar, en vez de pedir dinero por las buenas. Pero, me parece que esto no es más que un chantaje; funciona como una suerte de vacuna: para que no haya criminales, convirtámoslos en pordioseros. Además, muchas investigaciones demuestran que, con el paso del tiempo, los pordioseros se van volviendo cada vez más inmorales, y un considerable sector se convierte en criminales.
            Así pues, quizás en el Tercer Mundo sí haya más justificación moral para dar limosna que en el Primer Mundo, pero no sin cautela. En todo caso, lo moralmente recomendable sería tratar de dar limosna pero con el incentivo a algún trabajo. De hecho, me parece que, en comparación con los pordioseros del Primer Mundo, los del Tercer Mundo tienen una elevada ética del trabajo. En efecto, así lo ha reconocido el economista Hernando de Soto en sus estudios. Según él, los vendedores ambulantes latinoamericanos tienen gran ímpetu económico pero, lamentablemente, las pobres condiciones económicas alentadas por los torpes gobiernos de la región, han hecho que se desperdicien estos talentos en actividades improductivas como la venta ambulante. Para mantener viva esa ética del trabajo, sería más conveniente comprar algo a un buhonero, o pedirle que lave el carro, que dar limosna a un pordiosero por el mero hecho de que su expresión facial es la de un cordero degollado.
            Pero, ¿qué debe hacerse con aquellos ‘servicios’ prestados, pero no solicitados? Como Hernando de Soto, yo admiro a los buhoneros latinoamericanos por su tesón y voluntad de trabajo, si bien no por el resultado de sus actividades. Son ciertamente mucho más loables que los mendigos. Pero, hay un intrigante sector a medio camino entre los buhoneros y los mendigos. Se trata de los cuidacarros, limpiaparabrisas, y demás vagos que no piden limosna expresamente, pero elaboran trabajos no solicitados para disimular su súplica como mendigos.
            Los cuidacarros están a medio camino entre los mendigos y los extorsionadores. Alegan prestar un servicio, pero por supuesto, es sumamente inútil. Jamás he sabido de un cuidacarro que haya intervenido oportunamente para frustrar un robo a un carro. Y, hasta cierto punto son extorsionadores, pues hay el entendimiento tácito de que, si no se paga por su servicio no solicitado, habrá represalias. Un tanto más útiles son los limpiaparabrisas que en las esquinas limpian los vidrios de los carros sin que nadie se los pida. Pero, por supuesto, muchas veces lavan vidrios que no necesitan ser lavados, y sus instrumentos defectuosos en ocasiones causan daño.
            El fenómeno de los limpiaparabrisas no es originario de América Latina. Procede de EE.UU. y Canadá. En una época, llegaron a convertirse en una gran molestia para los motoristas en New York. El alcalde Rudolph Giuliani oportunamente ordenó su arresto, y ya no se los encuentra. En Maracaibo (y sospecho que otras ciudades latinoamericanas), no sólo están campantes y sonantes, sino que crecen en número, y las autoridades no hacen nada al respecto.
            Pero, los limpiaparabrisas plantean un asunto filosófico interesante: en el caso de que su labor fuese eficiente, ¿habría obligación moral para retribuirlos? El filósofo Michael Sandel se plantea esta cuestión en su libro Justice, What is the Right Thing to Do? Sandel reseña la siguiente anécdota: en el siglo XVIII, el filósofo escocés David Hume alquiló su casa a un amigo, y a su vez éste ordenó unas reparaciones en la casa. El albañil hizo las reparaciones, pero además, hizo un trabajo añadido (de buena calidad) que nadie le pidió. El albañil pretendía que se pagara por ese trabajo.
            Hume rechazó pagar, y el caso fue a un tribunal. El razonamiento de Hume era que, para adquirir una obligación de este tipo, habría sido necesario un consenso entre las partes, y esto estaba claramente ausente en el caso en cuestión. Si se admite que Hume sí tenía obligación en pagar el trabajo hecho, entonces cualquier persona podría ir por las casas de Edimburgo sin consultar, haría trabajos no solicitados, y luego los cobraría. Esto es absurdo.
            El consenso es una condición necesaria fundamental para adquirir obligaciones de justicia. Pero, Sandel opina que, además del consenso, es necesario un sentido intrínseco de justicia, independientemente de cuál haya sido el acuerdo entre las partes. Sandel cita el caso real de un plomero que cobró a una viuda anciana 25.000 dólares antes de hacer el trabajo de arreglar una pequeña filtración; cuando la viuda fue al banco a retirar el dinero, el empleado se dio cuenta de que la estaban estafando (a pesar de que la viuda había dado consentimiento a ese monto, y no se había hecho aún el trabajo), notificó a la policía, y apresaron al plomero.
            Los libertarios más radicales protestarían esta medida. Si la viuda dio su consenso, entonces no hay estafa. Por supuesto, para que haya un verdadero consenso, ambas partes deben manejar suficiente información (y quizás, en este caso, la viuda no estaba bien informada, o era senil). Pero, aun con consenso informado, pareciera que algunas situaciones pueden ser terriblemente injustas. Se han documentado casos de homicidios (e incluso canibalismo) consensuados: en 2001, en Alemania, un hombre publicó en internet su deseo de comerse vivo a un ser humano. Una persona respondió el aviso ofreciéndose como víctima. Efectivamente así ocurrió, y el caníbal grabó en video el crimen. Pero, en el mismo video, consta el consentimiento ofrecido por la víctima.
            Poquísimas personas estarían dispuestas a admitir que, por el mero hecho de que hubo consenso, esto no es un crimen. Así, el consenso no es suficiente para prescindir de obligaciones. Con todo, el filósofo Robert Nozick estipula que, si se trata de actos consensuales meramente capitalistas (como en el caso del plomero, pero a diferencia del  caso del caníbal), entonces nadie tiene la autoridad para interferir en esos contratos. Es una discusión abierta. En el entretiempo, podemos dejar descansar nuestra conciencia: no estamos obligados moralmente a ofrecer compensación a los cuidacarros y limpiaparabrisas, pues en esta relación, se elabora un trabajo no solicitado, y se prescinde del consenso.

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