miércoles, 8 de agosto de 2012

Reseña de "The End of Racism", de Dinesh D'Souza







D’SOUZA, Dinesh. The End of Racism. Free Press. 1996, 756 pp.

Dinesh D’Souza se ha dedicado en los últimos años a defender proyectos de poca talla intelectual. Recientemente, por ejemplo, ha escrito un libro, a medio camino entre la psicología y el análisis político, para especular sobre las intenciones ocultas de Barack Obama: desangrar la riqueza de EE.UU., y repartirla entre los países del Tercer Mundo, todo ello, supuestamente, bajo la inspiración intelectual del padre de Barack Obama. Por supuesto, hay muy poco rigor en estos alegatos.
Igualmente, D’Souza se ha dedicado a defender a capa y espada los contenidos doctrinales de la religión cristiana frente a la nueva ola de ateos, e incluso, se ha convertido en un evangélico renacido (a saber, alega haber tenido un renacimiento espiritual profundo). En muchos de estos debates frente a ateos, D’Souza ha salido mal parado. Además, D’Souza ha asumido la típica posición conservadora norteamericana en temas como la homosexualidad, las investigaciones con células madres, etc., y de nuevo, sus argumentos son propios de un dinosaurio.
Pero, antes de su vuelco al cristianismo conservador norteamericano, a mediados de la década de los noventa, D’Souza estaba mucho más dispuesto a aplaudir el legado de la Ilustración, el racionalismo, e incluso el materialismo y el ateísmo. Y, si bien en muchos aspectos D’Souza se parece a los trogloditas conservadores, hay siempre en su obra el tono académico, erudito y racionalista que caracterizó a la Ilustración.
A mediados de la década de los noventa, D’Souza hizo gran despliegue de sus habilidades argumentativas, para someter a crítica las asunciones tradicionales de la izquierda norteamericana en torno al problema del racismo. Así pues, el título de esta obra, The End of Racism (‘El final del racismo’) es provocador, pero precisamente, invita a la reflexión.
Contrario a lo que sugiere el título, D’Souza no opina que en EE.UU. el racismo haya llegado a su fin. Pero, sí opina que ha menguado significativamente, y que en función de eso, los líderes de las comunidades que antaño sufrieron racismo (especialmente los negros), deben cambiar su estrategia, pues de lo contrario, perjudicarán significativamente a quienes supuestamente buscan proteger.
  D’Souza empieza por hacer cierto revisionismo de la historia del racismo y la esclavitud en el mundo y EE.UU. Recuerda, en primer lugar, que los griegos y romanos no eran racistas (en continuidad con la muy documentada tesis del eminente historiador Frank Snowden), y que si bien practicaron la esclavitud, no le otorgaron un carácter racial. La imagen del amo blanco y el esclavo negro fue la excepción, y no la regla, en la historia de la esclavitud.
De hecho, cuando empezó la trata transcontinental de esclavos, en buena medida fueron los mismos reyes africanos quienes vendieron esclavos a los mercaderes árabes y los compradores europeos. D’Souza destaca el hecho, desconocido por muchos, de que virtualmente todos los pueblos del mundo han practicado la esclavitud (incluidos los mismos africanos), pero sólo algunos países occidentales (fundamentalmente Francia e Inglaterra) se propusieron poner fin a esta lamentable práctica.
En los mismos EE.UU., advierte D’Souza, hubo amos negros. Pero, por supuesto, esto fue la excepción. Frecuentemente se acusa a los fundadores de EE.UU. de ser hipócritas, pues escribieron una constitución que contemplaba la igualdad de los seres humanos, pero no concedía libertad a los esclavos. Pero, D’Souza destaca que, precisamente por querer aferrarse a la igualdad de los seres humanos, los pensadores de la ilustración, y los fundadores de EE.UU. en particular, desembocaron en el racismo. Al contemplar la igualdad de los seres humanos, en vez de liberar a los esclavos, terminaron por razonar que los esclavos no eran propiamente seres humanos.
Así, opina D’Souza, el racismo fue una consecuencia de la esclavitud, y no viceversa. Su entendimiento es fundamentalmente marxista, y D’Souza así lo reconoce: la ideología del racismo surgió como un aparato ideológico para proteger las relaciones de explotación esclavistas. Y, en poco tiempo, el racismo como ideología se fue consolidando, incluso con un barniz científico: a lo largo del siglo XIX aparecieron teorías que buscaban establecer una jerarquía entre los seres humanos a partir de sus atributos biológicos.
A inicios del siglo XX, el antropólogo Franz Boas hizo un ataque demoledor a las teorías raciales. Samuel Morton, por ejemplo, había concluido que, en promedio, los cráneos de personas blancas son más grandes que los de personas de otros grupos raciales, pero Boas aptamente documentó que incluso el tamaño del cráneo varía en función de la alimentación. La obra de Boas abrió la puerta para criticar la jerarquización racial de los seres humanos. En este sentido, la obra de Boas es sumamente estimable.
Pero, advierte D’Souza, Boas no sólo pretendió demoler la jerarquización racial entre los seres humanos, también pretendió demoler la jerarquización cultural entre los seres humanos. Y, así, no sólo luchó contra el racismo, sino que terminó por defender el relativismo cultural: así como no hay razas superiores, tampoco hay culturas superiores. Y, ahí, opina D’Souza, empezaron los problemas. Pues D’Souza considera que, si bien no hay razas superiores a otras, sí hay culturas superiores a otras. Y, es perfectamente viable encontrar patrones universales de medida, para concluir que una cultura es más avanzada que otra.
Desde entonces, lamenta D’Souza, el relativismo cultural ha crecido desenfrenadamente, y es la ideología predominante en las universidades latinoamericanas. Así, se ha terminado por defender que, no sólo el color blanco de piel no es superior al color negro (una postura perfectamente aceptable), sino que la cultura occidental no es superior a la cultura africana (una postura muy cuestionable). Al final, el relativismo cultural ha sentado las bases para sostener que debe aceptarse la cultura, sin importar cuán disfuncional sea. Y, a partir de esto, D’Souza empieza a considerar los problemas de la población negra de EE.UU. Pues, la cultura negra de EE.UU. tiene plenitud de elementos disfuncionales y objetables, pero en vez de someterlos a crítica y promover su reforma, los líderes de esas comunidades se amparan en el relativismo cultural, para postular que su cultura es tan defendible como otras.
A inicios del siglo XX, destaca D’Souza, hubo un debate entre dos intelectuales negros norteamericanos: Booker T. Washington y W.E.B. Du Bois. El primero opinaba que la población negra de EE.UU. debía plantearse seriamente la asimilación al resto de los EE.UU., y así conseguir promover su posición social, especialmente mediante la educación. Washington es hoy criticado por su actitud complaciente frente al racismo, pues con aire de subordinación, exhortó a los negros norteamericanos a aceptar su inferioridad social. Du Bois, en cambio, opinaba que era mucho más urgente la lucha en contra de la discriminación, pues la asimilación era fútil si los negros seguían siendo ciudadanos de segunda.
D’Souza opina que, en el contexto de este debate, la posición de Du Bois era mucho más sensata. De hecho, en parte la posición de Du Bois estimuló la lucha por los derechos civiles en los años sesenta, mientras que los segregacionistas blancos muchas veces se valieron de las opiniones de Washington para legitimar las leyes de Jim Crow (leyes segregacionistas). Pero, advierte D’Souza, hoy la situación ya ha cambiado. Ahora que los negros no sufren la misma discriminación de antaño, les resulta urgente replantearse la estrategia, y tomar el camino que proponía Booker T. Washington, no propiamente en aceptación de la inferioridad, pero en la promoción de la educación y la asimilación al resto de la sociedad.
La lucha por los derechos civiles en la década de los sesenta fue una empresa sumamente loable, y D’Souza así lo reconoce. Martin Luther King se echó sobre sus hombros la lucha por poner fin al brutal régimen segregacionista que, agrego yo, resultaba muy similar al apartheid sudafricano. Pero, D’Souza opina que hoy el liderazgo negro de EE.UU ha traicionado la lucha de Martin Luther King. Pues, en vez de promover la asimilación y la lucha por la igualdad de oportunidades, el liderazgo negro actual más bien promueve el separatismo y la exigencia de trato especial privilegiado a la población negra de EE.UU.
Hoy, por supuesto, continúa la discriminación en contra de los negros. Pero, muy controvertidamente, D’Souza insiste en que buena parte de esta discriminación es racional, y que de ella son más responsables los negros que los propios blancos. Por ejemplo, D’Souza invita a pensar en un joven negro en una ciudad norteamericana que, en plena noche, no logra que ningún taxi lo recoja. Obviamente, el joven negro se siente frustrado, y con justa razón. Pero, ¿de quién es la culpa? D’Souza considera que el taxista tiene buenos motivos para no recoger a ese joven, pues lamentablemente, tiene las estadísticas en su contra. Es mucho más probable que un joven negro sea delincuente, que un joven blanco. El joven negro no debería reprochar al taxista por no detenerse (después de todo, el taxista sólo quiere resguardar su vida); debería reprochar mucho más a los miembros de su grupo étnico, cuyas acciones destructivas propician que otros grupos étnicos (y no exclusivamente blancos, pues como bien recuerda D’Souza, muchos de los taxistas que no recogen a negros son negros ellos mismos) discriminen racionalmente en contra de los negros. Esta misma discriminación racional también aplica a otros fenómenos raciales conocidos en EEUU: la falta de ofertas en los créditos, la devaluación del valor de vecindarios si se mudan personas negras, etc.
El problema, insiste D’Souza, es que la población negra de EE.UU. es seriamente disfuncional. Y esa disfuncionalidad no se debe sólo al racismo. Pues, la población de inmigrantes africanos (así como otros inmigrantes), por ejemplo, es honesta, trabajadora y pujante. El problema, más bien, radica en la población negra descendiente de esclavos, cuyo liderazgo ha sido complaciente con su disfuncionalidad, bajo la idea de que todos los problemas internos de la comunidad negra son atribuibles al racismo, y que no hay nada que criticar a los propios negros.
Ante el fracaso de la población negra norteamericana en muchas esferas de la vida social, D’Souza se plantea tres explicaciones. La explicación ofrecida por los líderes negros es que la alta criminalidad, el bajo puntaje escolar, el estancamiento socio-económico, etc., se debe al pasado de esclavitud, discriminación y racismo. D’Souza reconoce que (contrario al título del libro), algo de racismo queda en la sociedad norteamericana, pero su influencia no es lo suficientemente grande como para explicar el fracaso actual de la población negra.
Algunas personas han tratado de explicar el fracaso general de los negros apelando a explicaciones biológicas. Desde el siglo XIX, se ha planteado la inferioridad racial de los negros en términos muy crudos. En el siglo XX, han surgido algunas explicaciones más refinadas, señalando que, por varias razones evolutivas, los negros tienen menor capacidad intelectual. Comprensiblemente, estas explicaciones han sido intensamente reprochadas. D’Souza advierte que muchos de los reproches a estas explicaciones son más ideológicos que científicos. Pero, con todo, D’Souza reconoce que las hipótesis sobre la relación entre razas e inteligencia no tienen mucho sustento.
Ante la insuficiencia de esas dos explicaciones, D’Souza prefiere apelar más bien a la falta de autocrítica entre los propios negros. El fracaso de los negros en EE.UU. no es tanto debido al racismo, ni tampoco a su supuesta inferioridad racial. Se debe al hecho de que, bajo la consigna del relativismo cultural, se ha asumido que todas las culturas tienen el mismo valor, y que por ende, ninguna cultura es criticable. Y en esto, opina D’Souza, los líderes negros actuales tienen una gran dosis de responsabilidad.
Pues, en vez de dirigir su liderazgo a la reforma interna de la comunidad negra, justifican las acciones destructivas de los negros como una suerte de protesta legítima en contra del sistema. Por ejemplo, D’Souza analiza la reacción en torno al rap. La mayoría de los artistas de rap tienen líricas sumamente destructivas, glorifican el crimen, y son misóginas y homofóbicas. Pero, en vez de reprochar a los artistas de rap, la mayoría de los líderes políticos negros aplauden este género como una forma genial de protesta. Igualmente, los líderes negros reprochan a todo aquel negro que trate de asimilarse a la cultura blanca, al punto de que aquel negro que adopte los hábitos académicos de la elite, hable con gramática inglesa correcta, y disfrute la estética occidental, será reprochado de ser un traidor, un ‘óreo’ (negro por fuera, blanco por dentro).
A D’Souza le preocupa especialmente el modo en que este torcido liderazgo negro está haciendo estragos en la academia norteamericana. En nombre del multiculturalismo, amparado en el relativismo cultural, muchos líderes negros exigen que se enseñen teorías disparatadas en los salones de clase. En EE.UU. hay reproches severos si los creacionistas enseñan sus disparates en las universidades, pero nadie parece protestar, por ejemplo, frente al avance de los afrocentristas en las universidades. Éstos enseñan que los griegos robaron la filosofía a los africanos, que los negros son biológicamente superiores a los blancos, y en algunas vertientes más extremas, que los negros son creaciones de un dios bueno, mientras que los blancos son creaciones de un demonio.
            Quizás D’Souza exagere un poco su alegato sobre el ‘fin del racismo’. Hay aún muchos rincones de EE.UU. en los cuales el racismo sigue latente. Pero, en su nado contra la corriente, D’Souza ha hecho una gran labor. Pues, allí donde la mayoría de los sociólogos no se atreverían a señalar los defectos del liderazgo negro, D’Souza los expone con claridad. Y, D’Souza muy elocuentemente descubre la raíz del problema: el relativismo cultural. A inicios del siglo XX, la antropología prestó el gran servicio al demostrar la igualdad biológica entre los seres humanos. Pero, lamentablemente, también proclamó la igualdad cultural entre los seres humanos. Y, mediante esta proclama, impidió emitir juicios de valor frente a una cultura disfuncional. Gracias al hecho de que asumimos que no hay mayores diferencias biológicas entre los humanos, se ha puesto fin a la segregación de iure. No obstante, es necesario ahora admitir que unas culturas rinden mejor que otras, y a partir de esto, criticar aquellas que no funcionan bien, para así promover reformas. Si el liderazgo negro de los EE.UU. desea continuar la labor de Martin Luther King, debe empezar por elaborar una autocrítica.

2 comentarios:

  1. Un tema espinoso y muy bien tratado. Yo he tomado clase con Dussel y me acorde él al leer esto... eventualmente no me agrado y dejé de entrar a su clase.

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    1. Gracias por tu comentario. Supongo que vives en México. No tengo simpatía por Dussel. Acá lo critico explícitamente: http://opinionesdegabriel.blogspot.com/2011/12/critica-enrique-dussel.html

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