lunes, 20 de febrero de 2012

Mi 'lavado de cerebro' en la Universidad Bolivariana de Venezuela


Trabajé como docente nueve meses en la Universidad Bolivariana de Venezuela, pero esa breve experiencia suscitó una gran transformación en mí. Al inicio, simpatizaba con el gobierno de Hugo Chávez. Al final, asumí el compromiso de nunca más votar por él.

La Universidad Bolivariana de Venezuela es una institución pública, financiada con los recursos del Estado. Es un elemental principio de justicia que, si todos los venezolanos contribuyen con sus impuestos al mantenimiento de esa universidad, todos tengan un mínimo de representación ideológica en ella. Sin embargo, no existe tal cosa en esa universidad. Ahí se persigue un agresivo programa de adoctrinamiento. Se investiga a los profesores, a fin de asegurarse de que guardan lealtad ideológica al gobierno, y el contenido curricular es increíblemente tendencioso.

No hay en esa universidad la menor posibilidad de hacer públicamente un comentario a favor de Adam Smith, o en contra de Simón Bolívar; el profesor que lo haga, corre el riesgo de ser expulsado. Incluso, ni siquiera estaría permitido que un estudiante lleve una franela que represente a un partido político opositor al gobierno (mientras que, por supuesto, hay plenitud de estudiantes que llevan franelas que representan al partido oficialista). Es evidente que, en una universidad como ésa, el nivel de diálogo y discusión es pobrísimo, y su mediocridad es prominente.

Hay, por supuesto, muchas universidades que funcionan de ese modo. Es de esperar que, en una universidad privada del Opus Dei, el profesor que se atreva a hacer un comentario crítico sobre Escrivá de Balaguer corra el riesgo de ser expulsado. Eso, claro está, es también objetable. Pero, hay una diferencia crucial, la cual es muchas veces ignorada: las universidades privadas no reciben fondos públicos, mientras que la Universidad Bolivariana de Venezuela sí. Y, es injusto que la universidad en cuestión reciba fondos públicos de todos los venezolanos, pero sólo permita la ideología de algunos venezolanos.

Pero, lo trágico de la Universidad Bolivariana de Venezuela no se limita a lo tendencioso de sus programas, sino también a las técnicas que emplean para adoctrinar a los profesores y estudiantes. Antes de empezar a trabajar, asistí a un curso de supuesta preparación docente. En realidad, en el curso nos exponían a observar videos propagandistas a favor del gobierno, como por ejemplo, documentales sobre el 11 de abril de 2002. Las conferencias que recibíamos eran sumamente agresivas (una ocasión fue un coronel a decirnos que alguna vez, Venezuela tendría que invadir Aruba y Curazao). Y, al final, era necesario entregar un ensayo sobre la educación. Puesto que, a partir de ese informe, se haría una selección, los aspirantes sabíamos que, para complacer a los jurados, era necesario cubrir el escrito con un tono político tendencioso.

Entre los profesores, había un clima de suma desconfianza. Se rumoreaba que había espías vigilando nuestras posturas políticas. La coordinadora de la Universidad Bolivariana en aquella época, continuamente convocaba reuniones a las cuales los profesores obligatoriamente debíamos acudir, a escuchar sus discursos políticos. En varias ocasiones, advertía que, en la universidad, había gente desleal al gobierno, y que era necesario expurgarlos. Esto, por supuesto, contribuía al clima de paranoia y desconfianza.

Buena parte de esos espías eran los mismos estudiantes, quienes vigilaban todo lo que el profesor decía. En cierta ocasión, reseñé en clase que en Cuba hubo fusilamientos. Un estudiante me acusó frente a la decana de mi facultad, y ésta me llamó en privado para advertirme que debía cuidar lo que yo decía. Casi nunca hice comentarios políticos abiertamente. Pero, al final, había sido etiquetado como uno de los desleales al gobierno que trabaja ahí, y recibí maltratos de algunos co-trabajadores (nunca propiamente de mis jefes, debo admitir).

Antes de empezar a trabajar en la Universidad Bolivariana, varios amigos y familiares me habían advertido que ahí me ‘lavarían el cerebro’. Aquella advertencia me parecía una tontería. Pero, después de esa experiencia, me doy cuenta de que no estaban tan equivocados. Ciertamente intentaron hacer algo parecido a un lavado de cerebro. Pero, por supuesto, no lo lograron.

Los simpatizantes del gobierno de Chávez no disputan el carácter tan tendencioso que tiene la Universidad Bolivariana, y sus pretensiones de adoctrinamiento. Pero, se excusan bajo la idea de que todo sistema educativo cumple una función de adoctrinamiento, y que en ese sentido, ellos tienen plena legitimidad en intentar divulgar la ideología oficial del gobierno.

Probablemente el mayor artífice de esta idea fue el filósofo marxista Louis Althusser. A su juicio, los Estados burgueses cuentan con aparatos ideológicos que se encargan de reproducir las condiciones de explotación. El principal aparato ideológico es, según Althusser, la educación. El sistema educativo tiene el objetivo de transmitir valores que permitan que los burgueses mantengan el status quo, y las masas proletarias no se rebelen. En ese sentido, a partir de Althusser, se ha asumido la idea de que, puesto que toda educación es necesariamente transmisora de ideologías, lo importante es asegurarse de que se transmita la ideología liberadora, y no la burguesa.

El análisis de Althusser tiene un alto grado de plausibilidad: los valores transmitidos en la educación ciertamente coinciden muchas veces con los valores de la clase dominante. Pero, sería un error asumir que todos los sistemas educativos incentivan en igual grado el adoctrinamiento de los educandos. En un sistema educativo liberal, se presenta al pupilo con varias alternativas ideológicas, y se permite que éste decida hacia cuál se inclina. En estos sistemas, se trata lo menos posible de acudir a métodos manipulativos o coercitivos. Hay, por supuesto, formas sutiles de dar la apariencia de presentar un sistema educativo liberal, pero en el fondo, transmitir la ideología de dominio. Y, hacia esas formas sutiles está dirigida la crítica de Althusser y sus seguidores.

Pero, aun si hacemos bien en desenmascarar a la educación liberal y colocar al descubierto sus métodos sutiles de ‘lavado de cerebro’, es insensato asumir que una educación de adoctrinamiento sutil tiene el mismo calibre que una educación de adoctrinamiento agresivo. La imposición deliberada, la manipulación y la coerción sí hacen una diferencia sustanciosa. Y, aun si admitimos que las universidades norteamericanas buscan reproducir la ideología burguesa, también debemos admitir que estas universidades dejan muchísimo más espacio a la libertad intelectual, que las universidades cubanas o norcoreanas. En EE.UU. hay plenitud de profesores universitarios marxistas; en Cuba no hay profesores universitarios liberales. Quizás las universidades norteamericanas han buscado sutilmente reproducir el sistema dominante, pero precisamente su concepción liberal de la educación permite que surjan voces disidentes en su seno.

Una educación como la que se provee en la Universidad Bolivariana de Venezuela es mucho más invasiva de la autonomía intelectual de los individuos. Ahí no hay la menor posibilidad de presentar visiones alternativas. Se espera que el pupilo internalice todo sin cuestionar nada. Y, las técnicas empleadas son las favoritas de los sistemas totalitarios: amedrentamiento (“es necesario expulsar a los opositores de esta universidad”), manipulación emocional (“si no fuera por nosotros, Uds. no tendrían educación”), propaganda (presencia de imágenes políticas en todos los espacios), etc.

Pero, así como he advertido que hay diversos grados de adoctrinamiento, y que una educación liberal (aun si, como sostiene Althusser, sirve como aparato ideológico del Estado) es mucho más deseable que una educación abiertamente adoctrinante como la que se provee en la Universidad Bolivariana de Venezuela, debo también advertir que los alegatos en torno al ‘lavado de cerebro’ son muchas veces exagerados.

Un régimen puede manipular mediante su aparato propagandístico, e intentar adoctrinar mediante su sistema educativo. Pero, afortunadamente, los adultos contamos con la suficiente autonomía individual para resistir. Si nuestras convicciones son lo suficientemente fuertes, ninguna manipulación podrá conducirnos a hacer cosas que nosotros no queramos hacer. Muy difícilmente la manipulación y el adoctrinamiento nos convencerá de algo para lo cual no tengamos alguna inclinación previa.

Durante la guerra de Corea, se rumoró en EE.UU. que el ejército chino había sometido a ‘lavados de cerebros’ a los soldados norteamericanos capturados mediante técnicas psicológicas misteriosas, y había logrado convertir a éstos en comunistas convencidos. Es cierto que el gobierno de Mao, durante la Revolución Cultural, promovió una ‘reforma del pensamiento’: los disidentes serían sometidos a humillaciones públicas y otras formas de tortura psicológica, y con eso se buscaba que modificaran sus posturas políticas.

Pero, es muy dudoso que esto alguna vez logró los objetivos esperados. Aquellos soldados norteamericanos que se convirtieron en comunistas durante la guerra de Corea seguramente ya tenían algún germen de simpatía por el comunismo, al menos bajo la forma “el comunismo no es tan malo”. Ciertamente una dosis de manipulación puede inclinar a una persona hacia una u otra tendencia, pero nunca radicalmente en detrimento de su postura original.

Escenarios retratados en filmes como El candidato de Manchuria, según los cuales los individuos tienen un prolongadísimo efecto de sugestión post-hipnótica, o que es posible invadir la mente de las personas para que hagan cosas que no quieren hacer, son ficticios. Mucho más real es el escenario de La naranja mecánica: someter a un individuo a la observación involuntaria de imágenes no altera en gran medida su configuración mental.

La CIA alguna vez trató de emular a los chinos con un programa de manipulación mental, llamado MKULTRA. Por varios años, trató de lavar el cerebro a muchas personas sin su consentimiento, mediante la administración de drogas, manipulación emocional, amedrentamiento, etc. Su objetivo era cultivar agentes despojados de autonomía psíquica, a fin de que pudieran cumplir misiones peligrosas. La CIA nunca logró su objetivo, y MKULTRA, además de ser una monstruosidad moral, fue un fiasco: nunca logró doblegar por completo la voluntad de sus sujetos.

La propaganda y el adoctrinamiento existen, y son sumamente objetables. Contrario a lo que opinan los seguidores de Althusser, es mucho más moralmente objetable imponer valores mediante la manipulación y el amedrentamiento, que mediante la persuasión sutil. Por ello, el perfil de la Universidad Bolivariana de Venezuela es sumamente objetable. Pero, ni la CIA, ni la Universidad Bolivariana de Venezuela, tienen el poder de hacer un ‘lavado de cerebro’, tal como se entiende este término tradicionalmente, a saber, como la supresión total de la voluntad y la autonomía psíquica de los individuos. Fue precisamente por ello que, aun con los intentos de ‘lavarme el cerebro’ en la Universidad Bolivariana de Venezuela, hoy rechazo su ideología.

martes, 14 de febrero de 2012

Releer al Pato Donald, cuarenta años después

Álvaro Vargas Llosa, Carlos Alberto Montaner y Plinio Apuleyo incluyen en su lista de “libros que conmovieron al idiota latinoamericano”, a Para leer al Pato Donald, de Ariel Dorfman y Armand Matterlat. Si bien muchas de las críticas que dirigieron Vargas Llosa y compañía en contra de este libro son sólidas, quizás fueron demasiado severos. Conviene someter a juicio nuevamente a esta obra, cuarenta años después de su publicación.

El libro fue polémico desde el inicio. En plena agitación por las reformas de Salvador Allende, sus autores, radicados en Chile, se propusieron hacer una contribución intelectual al proyecto socialista de aquella época. Su punto de partida es la teoría de la dependencia. A su juicio, hay un orden mundial económico, que ha impuesto una división del trabajo que intensifica las relaciones de desigualdad entre los países del mundo. Los países de la periferia aportan materias primas y trabajo barato. Los países del centro depredan los recursos y el trabajo, y mediante su tecnología, manufacturan mercancías. A su vez, los países del centro exportan sus productos a los países de la periferia. Éstos los consumen, pero en este intercambio desigual, los países del centro venden sus productos a un precio sobrevaluado, y los países de la periferia entregan sus recursos y trabajo a un precio infravalorado. Al final, los países de la periferia nunca pueden desarrollarse, y se establece una relación de dependencia. Y, en este sentido, las relaciones económicas entre los países recapitulan las relaciones de explotación que Marx denunció entre capitalistas y proletarios. El norte depreda la plusvalía del sur, y para aumentar su capital, invade los mercados sureños con productos manufacturados.

Dorfman y Matterlat pretendieron llevar esta teoría de la dependencia más allá de la esfera económica. Marx y Engels ya habían adelantado la idea según la cual, la superestructura es un aparato ideológico para asegurarse el dominio de la infraestructura. En otras palabras, en las relaciones de explotación, el burgués se asegura de que el proletario asuma unos valores e ideas que garantizan la preservación del status quo. Así, por ejemplo, la religión es el opio del pueblo, pues las ideas religiosas son un artefacto burgués para convencer al trabajador explotado de que no se rebele, en expectativa de una mejor vida después de la muerte.

Pues bien, el libro de Dorfman y Matterlat consistió en denunciar cómo los países del norte expanden sus valores burgueses a los mercados del sur, con un doble propósito. Por una parte, difunde una ideología capitalista que previene la rebelión proletaria. Y, además, incentiva el consumo que, a la larga, permitirá que los países del norte expandan sus mercados.

Hay muchas formas de expandir estos valores, pero Dorfman y Matterlar se concentraron en las tiras cómicas de Disney, las cuales por aquella época gozaban de gran popularidad en América Latina. A juicio de los autores, detrás de la inocencia de los personajes de Disney, hay una gran carga ideológica que sirve como aparato para reproducir las relaciones de explotación en el mundo.

Entre los personajes clásicos de Disney, no hay padres e hijos, sino tíos y sobrinos. Esto, según Dorfman y Matterlat, reprime las relaciones sexuales y el rol de la mujer en la procreación. De ese modo, alegan los autores, se afianza la ideología patriarcal de explotación. Igualmente, los personajes de Disney acumulan riquezas sin el menor esfuerzo; muy rara vez se presentan escenas de fábricas o sindicatos. De nuevo, esto afianza la ideología capitalista que pretende disimular las relaciones de explotación y el sufrimiento de los trabajadores.

Además, son personajes que miden todo en función del dinero, y con esto, las tiras cómicas de Disney aplauden la actitud mercantil. Cuando los personajes de Disney viajan a América Latina, se encuentran con gente inocente pero inepta, a la espera de que los gringos les resuelvan sus problemas. Una vez más, esto siembra un complejo de inferioridad entre los latinoamericanos, y abre espacio para que las trasnacionales tengan una buena recepción en la periferia.

En principio, Para leer al Pato Donald tiene bastante plausibilidad. Las trasnacionales aspiran expandir sus mercados y, por supuesto, deben incentivar el consumo. A estas trasnacionales les viene bien que los habitantes del Tercer Mundo asuman el estilo de vida consumista, y todo parece indicar que las tiras cómicas de Disney persiguen ese objetivo. Al aplaudir el interés mercantil y el consumo entre los personajes de Disney, se siembra el consumismo entre los lectores de historietas, la cual viene muy bien a la trasnacional Disney.

Hay también un halo de plausibilidad en la idea marxista de que los valores predominantes en una sociedad son aquellos que reflejan los intereses de la clase dominante, a fin de mantener el status quo. Y, en este sentido, las historietas de Disney serían un aparato ideológico para distraer a las masas oprimidas, y prevenir así la revolución proletaria.

El problema con estas tesis, no obstante, es que fácilmente se convierten en teorías de la conspiración. Y, no deja de ser cierto que, como bien denuncian Vargas Llosa y compañía, Para leer al pato Donald está escrito en clave paranoica. El Pato Donald no es un inocente personaje que agrada a los niños. En realidad es un agente encubierto de la CIA, que pretende lavar el cerebro a las masas, y así servir a los diabólicos intereses de los capitalistas.

En el marxismo está presente este elemento paranoico. Según el marxismo, existe una mega-conspiración burguesa internacional, con diversos grados de conciencia, para mantener oprimidos a los trabajadores. El marxismo es una teoría sociológica coherente y plausible, pero a diferencia de otras teorías, no tiene mucha posibilidad de ofrecer sólidas evidencias empíricas. Y, precisamente por ello, como bien advertía Karl Popper, no cuenta con la posibilidad de ser falseada. Bajo los términos del marxismo, toda aquella persona que dude de que esa conspiración burguesa internacional existe, es en sí mismo un burgués, y forma parte de la conspiración. Esto recuerda un poco a los inquisidores que postulaban que, quienes negaran la existencia de las brujas, eran en sí mismas brujas.

Sería ingenuo dudar, por supuesto, que la CIA tiene tentáculos en todos los rincones del globo. De hecho, dos años después de la publicación de Para leer al Pato Donald, la CIA apoyó el golpe militar contra Allende, y la brutal dictadura de Pinochet. Pero, la paranoia alimentada por libros como Para leer al Pato Donald muchas veces hace incurrir en el extremo opuesto; a saber, la paranoia irracional. Hoy, la CIA es culpada de haber inventado el reguetón para destruir a la juventud latinoamericana, o de haber propagado el virus del VIH para aniquilar a los africanos. Un mínimo de racionalidad debería rechazar acusaciones tan absurdas como éstas.

El poder de la CIA se ha exagerado. No deberíamos dudar, por ejemplo, de que estuvieron detrás de la caída de Gadaffi en 2011. Pero, alegar que la CIA es la gran mano titiritera que conduce todo es atribuirle demasiado. Sin descontento social generalizado, es muy difícil que un puñado de espías y mercenarios logre tumbar gobiernos.

Quizás Donald y Mickey sirvan para alienar al Tercer Mundo. Pero, alegar que hay una mente maestra que deliberadamente planifica esto mediante una conspiración, es incurrir en la paranoia irracional. Dorfman y Matterlat nunca llegaron a sostener explícitamente que las tiras cómicas de Disney sean un invento de la CIA, ni tampoco que se trate de una gigantesca conspiración deliberada. Pero, sí abrieron el camino a los teóricos de la conspiración que tanto han prosperado en los últimos años.

Probablemente el problema principal con Para leer al Pato Donald sea la disciplina desde la cual pretende proceder. Marx pretendió demostrar, con datos numéricos desde la disciplina de la economía, que la plusvalía producida por el proletariado no estaba siendo justamente distribuida, y que por ende, el sistema capitalista es depredador. Quizás Marx estuvo equivocado, pero al menos intentó buscar datos precisos que respaldaran su postura. En cambio, Dorfman y Matterlat, escribieron desde la semiótica, la disciplina que pretende estudiar los signos. Y, como bien enseñaba Ferdinand de Saussaure, la relación entre significantes y significados es arbitraria. Para leer al Pato Donald termina siendo un ejercicio especulativo que trata de desenmascarar un mensaje subliminal oculto.

Pero, como en toda especulación, estamos muy lejos de tener certeza sobre la veracidad de esas tesis. Como bien señalan Vargas Llosa y compañía, así como Matterlat y Dorfman acusan a Mickey de promover la ideología burguesa, podríamos acusar a Mafalda de promover la inmoralidad sexual. La semiótica es presa fácil del abuso. Dependiendo de las predisposiciones mentales que tengamos, interpretaremos a nuestro antojo muchos signos. Al final, la mayor parte de los análisis semióticos son afines a los exámenes de Roschard: veremos lo que queremos ver.

De hecho, Matterlat y Dorfman no fueron pioneros en su crítica a las tiras cómicas como lavadoras de cerebro. Estos autores escribieron desde la izquierda, pero ha habido también plenitud de autores ultraconservadores que observan en las tiras cómicas potencial revolucionario anárquico que atenta contra el orden social. Cuando Batman y otros superhéroes se toman la justicia por sus manos, motivan al lector común a no confiar en los cuerpos policiales del Estado. Y, por supuesto, no falta el elemento sexual en muchas de estas críticas derechistas: la Seducción de los inocentes, publicado en 1954 por el psiquiatra Frederic Wertham, es un libro que postula que existe una conspiración de homosexuales para corromper la moralidad mediante las tiras cómicas, especialmente la dudosa relación entre Batman y Robin.

Quizás, todos estos semióticos que pretenden desenmascarar conspiraciones mundiales, estén condicionados por sus genes. Las condiciones de la sabana africana en los albores de nuestra especie, hizo que para nuestros ancestros fuese una ventaja adaptativa el tener cierta predisposición cerebral a la paranoia. En un ambiente de tanta incertidumbre frente a los depredadores y otros peligros, era más ventajoso ser paranoico que ser ingenuo. Por ello, sobrevivieron en mayor proporción los paranoicos, y eso explica cómo nuestra especie tiene una tendencia a encontrar patrones en cosas que, vistas con mayor racionalidad, realmente no lo tienen. Nos cuesta aceptar que un pato sea un pato: siempre existe mayor satisfacción en creer que un pato es un agente de la CIA.

Deseo hacer una última advertencia sobre Para leer al Pato Donald. Dorfman y Matterlat se proponen hacer una crítica al ‘imperialismo cultural’. A su juicio, cuando Disney exporta a Mickey, nos impone un elemento foráneo a nuestra cultura, y nos obliga a vernos a nosotros mismos como ellos nos ven a nosotros. De nuevo, esta tesis tiene un alto grado de plausibilidad. Pero, pretender que el imperialismo cultural sea exclusivamente malo, es no evaluar íntegramente la evidencia. Dorfman y Matterlat se concentran exclusivamente en los aspectos negativos del imperialismo cultural, a saber, aquel que pretende imponer sobre los colonizados, una visión degradante de ellos mismos, y una estimulación del consumo para favorecer a los países que manufacturan los productos.

En esto, los autores son demasiado mezquinos. Pues, el mismo imperialismo cultural ha sido el responsable de proveer el marco ideológico para la crítica de la cual parten Matterlat y Dorfman. Los productos de exportación de Occidente no han sido sólo Disney, Hollywood, McDonalds y Coca-Cola. También ha exportado las bases ideológicas de la democracia, el secularismo, la ciencia, el igualitarismo, los derechos humanos, e incluso, el mismo socialismo (difícilmente los aztecas o incas hubieran parido un Marx).

Hasta cierto punto, la penetración de Donald y Mickey en el Tercer Mundo ha abierto el camino para que, en ese mismo Tercer Mundo, le sigan Marx y Lenin. El comercio siempre ha servido de vías de comunicación entre los pueblos, y así, la mercancía de Disney sirve como canal para la penetración de ideas liberadoras socialistas procedentes de otras latitudes. La gran paradoja del imperialismo occidental (a diferencia de casi todos los otros imperialismos de la historia) ha sido que, así como ha exportado explotación, ha exportado también las bases ideológicas para resistir la explotación.

Para leer al Pato Donald es un libro intrigante y ameno, y amerita leerlo. Celebro sus cuarenta años. Pero, así como Matterlat y Dorfman advertían sobre los peligros de leer las tiras cómicas aparentemente inocentes, yo deseo advertir sobre los peligros de leer este libro aparentemente sensato y coherente.

domingo, 12 de febrero de 2012

¿Fue el 4-F justo?: respuestas desde la filosofía medieval

Recientemente, en medio de las celebraciones por el vigésimo aniversario de la intentona de golpe de Estado adelantada por Hugo Chávez el 4 de febrero de 1992, éste pronunció el cliché de su mentor Fidel Castro: “la historia me absolverá”. Según Chávez, aquella jornada violenta fue justa y necesaria, y en vista de ello, quedará absuelto en el tribunal de la historia.

Es curioso que Chávez crea que el tribunal de la historia sea justo. Pues, en torno a él pululan intelectuales de la izquierda postmodernista inspirados en Michel Foucault y otros, quienes postulan que no hay objetividad en las ciencias, y que, al final, la historia la escriben los vencedores. Si, como muchas veces se supone, la historia es escrita por los vencedores, entonces obviamente Chávez será absuelto por la historia, pues él ha sido el vencedor en Venezuela durante los últimos años, y se ha asegurado de plasmar su versión de los hechos en el inmenso aparato propagandístico del Estado. La historia absolverá a Chávez, precisamente porque Chávez se ha asegurado de sobornar a los historiadores.

Pero, contrario a los postmodernistas, yo opino que sí es posible alcanzar un alto grado de objetividad en las ciencias y que, por ende, la historia no siempre es escrita por los vencedores. Y, en función de eso, la pregunta de Chávez es legítima, y debemos intentar responderla: ¿fue su acción justa?

La mejor manera de responder a esta pregunta es acudir a los filósofos medievales. En oposición a los pacifistas que opinan que nunca existe una justificación moral para emplear la violencia, algunos filósofos de la Edad Media y el Renacimiento sentaron las bases de una doctrina que, si bien ha contado con muchos críticos, merece la pena considerar. Se llama de la doctrina de la ‘guerra justa’. Según esta doctrina, no siempre es inmoral ejecutar violencia. Y, como cabría esperar, estos filósofos intentaron elaborar una distinción entre guerras justas y guerras injustas.

Si bien esta doctrina tradicionalmente pretende evaluar las acciones bélicas entre Estados, ha servido también para someter a juicio otras acciones militares, tales como los movimientos guerrilleros, el terrorismo y, por supuesto, los golpes de Estado.

La doctrina de la guerra justa tiene dos dimensiones. Ius in bello (el derecho en la guerra), trata de establecer cuáles son las acciones morales una vez que ha comenzado una guerra. Ius ad bellum (el derecho para la guerra) trata de establecer cuáles son las condiciones en las que el inicio de una guerra está moralmente justificada. Una tercera dimensión, el ius post bellum (el derecho después de la guerra) trata sobre cuál es la conducta moral después de la guerra.

Partamos de estas dimensiones para someter a juicio al intento de golpe de Estado de 1992. Empecemos por ius in bello. La doctrina de la guerra justa señala dos principios fundamentales que deben respetarse: la distinción entre combatientes y civiles (y el respeto a la vida de estos últimos), y la proporcionalidad.

Los golpistas de 1992 no atacaron civiles. Su agresión fue dirigida en contra de Carlos Andrés Pérez, y sus soldados fieles. En este sentido, preservaron el ius in bello, al distinguir entre civiles y combatientes. En aquellos sucesos hubo catorce muertos, pero según parece, todos fueron combatientes que voluntariamente participaron de la intentona (a pesar de que, no ha quedado del todo claro si los soldados rasos que participaron, lo hicieron voluntariamente). Hubo, parece, una baja civil: una niña murió por una bala fría de los golpistas.

Mezquinamente, en las celebraciones del 4 de febrero, el gobierno nunca he rendido honor a esta niña que los golpistas mataron. Pero, el ius in bello sí permite las bajas civiles, siempre y cuando sean daños colaterales de acciones militares que estén dirigidas a objetivos legítimos. En casi toda contienda militar, mueren civiles. Pero, si la muerte de estos civiles no ha sido deliberada, y el daño colateral es menor al objetivo militar logrado, entonces no es moralmente censurable. Este razonamiento se ampara en la ‘doctrina del efecto doble’, adelantada por santo Tomás de Aquino: algunas acciones tienen efectos positivos y negativos; siempre y cuando el efecto positivo sea mayor que el negativo, y la acción nunca busque deliberadamente el efecto negativo, entonces será moralmente aceptable.

Los golpistas, parece, también emplearon la violencia proporcionalmente. Según su testimonio, nunca se plantearon matar a Carlos Andrés Pérez. Y, en realidad, su violencia no fue excesiva, más allá de lo necesaria para tumbar a un gobierno.

En ese sentido, si nos atenemos estrictamente al ius in bello, la intentona del 4 de febrero de 1992 sí fue justa. Pero, consideremos ahora el ius ad bellum. Los defensores de la doctrina de la guerra justa plantean seis requisitos fundamentales que deben cumplirse para que el inicio de una guerra sea justa. Veamos cada uno por separado, y evaluemos si el 4 de febrero se cumplieron.

El primer requisito es que haya una causa justa. Chávez ha explotado esta justificación. Según él, el país estaba inmerso en un clima de degradación moral, económica y política, el cual servía como causa justa para una acción militar. Esto es indiscutible. Incluso la oposición a Chávez reconoce el deterioro de la democracia venezolana en 1992, y admite que era necesario hacer algo (pero no necesariamente un golpe de Estado) para mejorar la situación.

El segundo requisito es que haya proporcionalidad. De nuevo, en esto, también parece haber justificación. Hubo en aquella intentona golpista quince muertos. Pero, el contexto de degradación en el país había acumulado cientos de miles de muertos. Así pues, la acción militar traería bajas, pero estas bajar serían menores que el daño que se evitaría si se triunfaba. Por otra parte, una vez que Chávez llegó al poder por vía democrática, ha habido más muertos como producto de su desatención al problema de la delincuencia, de forma tal que, podría ser medianamente cuestionable que hubo proporcionalidad en su acción militar.

El tercer requisito es que una autoridad legítima declare la guerra. Con esto, se pretende asegurar que quien decida tomar las armas, lo haga de forma más o menos organizada, y no se incurra en la propagación del caos. En el caso de un golpe militar, este requisito no tiene mayor aplicación, pues precisamente se trata de una acción militar en contra del orden establecido. Además, según parece, el 4 de febrero se trató de una rebelión cívico-militar en la cual participaron muchos sectores de la población civil, lo cual le habría restado legitimidad al gobierno de Pérez, y le habría añadido legitimidad a la intentona golpista.

El cuarto requisito es que haya una intención correcta. Nadie puede emprender una guerra justa, si ésta se hace con la mera intención de alcanzar glorias militares. El problema con este requisito es que resulta muy difícil medir las intenciones de las personas. Y, además, las intenciones de cada oficial golpista pudieron ser distintas. Cuando EE.UU. ha invadido otros países, ha justificado su acción señalando que su intención es divulgar la democracia; pero los críticos dicen que su intención es depredar recursos naturales. ¿Cómo saber cuál es la verdadera intención? Es muy difícil saber. En todo caso, Chávez ha dicho que su intención fue salvar a Venezuela de la degradación. Pero, quizás algunos de sus oficiales no tenían esa intención, sino una intención más personalizada y vanidosa. El mismo Chávez parece un hombre sediento de poder, y esto permite pensar que, en 1992, ya había en él la intención de perpetuarse en el poder. Si fue así, entonces ya la intentona golpista no tendría justificación.

El quinto requisito es que las instancias no violentas se hayan agotado. Seguramente ésta es la mayor carencia moral en la intentona golpista del 4 de febrero de 1992. Si bien Venezuela vivía una situación de degradación moral, política y económica, no estaba agotada la vía electoral para que Chávez llegara al poder. En efecto, el hecho de que seis años más tarde, Chávez llegó por la vía democrática, es señal de que el intento de golpe no fue necesario. Podría argumentarse que fue el intento de golpe precisamente lo que catapultó a Chávez a la luz pública. Pero, es claro que se pudieron buscar medios no violentos para que Chávez (o cualquier otro candidato que quisiera una transformación masiva de la política venezolana) fuese conocido.

Por último, el sexto requisito es que, en la contienda militar, haya una probabilidad razonable de éxito. No sirve de nada incurrir en violencia, si a la final, no se espera que ésta logre los objetivos planteados. Esto también es otra carencia moral del intento de golpe del 4 de febrero de 1992. Chávez apenas controló el 10% de las fuerzas armadas, y en menos de doce horas, su movimiento ya estaba derrotado. El mismo Chávez ha reconocido recientemente que aquello fue una ‘quijotada’, una locura: según parece, él mismo admite que no había posibilidad de triunfar por vía de las armas.

El ius ad bellum exige que se cumplan todos estos requisitos. Los dos últimos claramente no se cumplieron, y las intenciones de Chávez y sus oficiales son bastante cuestionables. En este sentido, si bien los golpistas de 1992 se mantuvieron dentro de lo moralmente aceptable respecto al ius in bello, estuvieron fuera del orden moral en el ius ad bellum. Seguramente, Chávez hará todo lo posible para que los historiadores que él soborna sutilmente, lo absuelvan. Pero, Chávez no debería quedar absuelto por la historia. Su intento golpista no tuvo justificación.

viernes, 10 de febrero de 2012

La confusión de Boaventura de Sousa Santos

El portugués Boaventura de Sousa Santos es otro de los filósofos que, junto a Enrique Dussel, ha emergido en América Latina como representante de una nueva izquierda. Recientemente he leído algunos de sus escritos (en virtud de que muchos colegas le rinden mucha reverencia). Lamento decir que no he quedado impresionado; al contrario, creo que Boaventura de Sousa Santos es un representante más de la confusión intelectual por la cual, desafortunadamente, atraviesa la izquierda contemporánea.

Sousa Santos denuncia, como siempre ha hecho la izquierda, la desigualdad en el mundo. En esto, no es nada innovador, pero tampoco le falta razón en sus denuncias. El norte se hace cada vez más rico, el sur se hace cada vez más pobre. Probablemente, buena parte de esta desigualdad es debida a siglos de explotación colonialista. Las potencias coloniales impusieron regímenes opresivos, y forjaron un sistema de dominio en la distribución de funciones económicas: el sur se encarga de aportar materias primas y trabajo, el norte se encarga de aportar productos manufacturados. En este intercambio desigual, el norte se hace rico a expensas del sur.

Esta teoría de la dependencia puede ser cuestionable, pero tiene algún mérito. Difícilmente podemos dudar del daño económico y político que el colonialismo ha hecho a países como el Congo o Bolivia. Por otra parte, no es del todo claro que los países pobres de hoy sean las colonias de ayer, y que los ricos de hoy sean los colonizadores del pasado. Noruega hoy es rica, y nunca fue poder colonial. España y Portugal fueron poderes coloniales, y hasta fechas muy recientes, eran países atrasados. Chile, Nueva Zelanda y Singapur fueron colonias, pero hoy emergen como países ricos. Etiopía nunca fue colonia, y es uno de los países más pobres del mundo.

Todo esto está abierto al debate, y tanto los defensores como los críticos de la teoría de la dependencia tienen argumentos sólidos. Pero, Boaventura de Sousa Santos pretende ir más lejos. A su juicio, el recorte de la brecha entre el norte y el sur no debe ser meramente económico y político. También debe ser epistemológico. A juicio de Sousa Santos, el colonialismo no sólo consistió en que las potencias impusieran su dominio sobre las colonias, y depredaran sus recursos. A un nivel más profundo, considera Sousa Santos, el colonialismo consistió en pretender universalizar algunas instituciones propias de Occidente, y despreciar (e incluso aniquilar) a las instituciones de los pueblos nativos. Así, el hombre blanco desarrolló la ciencia, pero creyó que ésa era la única forma de conocimiento válido. Y, cuando impuso su dominio sobre las colonias, pretendió aniquilar las formas autóctonas de conocimiento.

En este sentido, Sousa Santos pretende reivindicar aquello que él llama una ‘epistemología del sur’. Para ello, conviene rescatar las supuestas formas autóctonas de conocimiento que sirvan como plataforma contrahegemónica frente al poder de la ciencia occidental. Si bien rara vez Sousa Santos lo enuncia explícitamente, todo esto tiene la implicación de que, para combatir el colonialismo, es necesario reivindicar a los chamanes, curanderos, brujos, y todas aquellas instituciones que son depositarias de supuestas formas de conocimiento alternativas.

Y, precisamente, he ahí la confusión de Sousa Santos y gran parte de la izquierda contemporánea. La izquierda clásica, aquella inspirada en Marx y Lenin, denunciaba la explotación capitalista y colonialista (a pesar de que Marx veía en el colonialismo una oportunidad para la expansión del capitalismo como paso previo al comunismo). Pero, esta izquierda siempre fundamentó sus preceptos sobre bases científicas, y pretendía la expansión de la mentalidad científica por el mundo entero. Para Lenin, el colonialismo que depreda a otros pueblos es nefasto, pero la expansión de la mentalidad científica en detrimento de sacerdotes, brujos y chamanes no era objetable. Fue precisamente bajo esta idea cómo los soviéticos pretendieron expandir su materialismo ateo por la Rusia ortodoxa, y las repúblicas musulmanas del Asia central.

En cambio, Sousa Santos y sus acompañantes ideológicos creen que la expansión de la ciencia, en detrimento de aquello que no es ciencia, debe detenerse. La confusión de Sousa Santos radica en creer que la mejor forma de combatir la desigualdad en el mundo consiste en someterse a los dictámenes del oráculo o los métodos curativos del chamán. La gran preocupación de Sousa Santos es que la exclusión del sistema capitalista global actual comienza con la exclusión por parte de la ciencia, de todo aquello que no sea científico. Y, así, para defender a los excluidos, Sousa Santos se propone reivindicar el supuesto ‘conocimiento alternativo’ de los pueblos del sur.

Me temo que Sousa Santos no conoce las bases elementales de la epistemología. Desde que Platón escribió el Teeteto, se ha convenido que ‘conocimiento’ es ‘creencia verdadera justificada’. Bajo este parámetro, los intentos de conocimientos alternativos que Sousa Santos pretende reivindicar, no pueden calificar como conocimiento. Un brujo que cree que con unas piedritas podemos curar el cáncer, no puede calificar como poseedor de conocimientos, pues además de que su creencia es falsa, no está justificada. Quizás algunos chamanes tengan creencias correctas sobre algunas hierbas para curar algunas enfermedades, pero estas creencias, si bien son verdaderas, no están óptimamente justificadas, y de nuevo, no pueden calificar como ‘conocimiento’.

En rigor, sólo la ciencia puede ofrecernos ‘conocimiento’. Pues, sólo el método científico es capaz de ofrecernos el respaldo empírico para justificar nuestras creencias. En el momento en que prescindamos del método científico, intentaremos justificar nuestras creencias con algo distinto al examen empírico del mundo; en otras palabras, no haremos más que especular. Pero, la especulación no es suficiente justificación para asumir una creencia. Por ello, la especulación no califica como camino al conocimiento. Quizás la especulación sea el primer paso hacia el conocimiento, pero hasta que no encontremos una justificación con un correlato empírico fuerte, no estamos en presencia de un conocimiento propiamente.

La gran preocupación de Sousa Santos es la exclusión, y precisamente en función de eso, siente molestia por las pretensiones de hegemonía científica. Pero, eso es precisamente lo que siempre han buscado los filósofos de la ciencia: establecer un criterio de demarcación entre la ciencia y la pseudociencia, a fin de excluir a aquellos que pretenden tener conocimiento, pero que en realidad no lo tienen. Estos filósofos de la ciencia han pertenecido tanto a la izquierda como a la derecha. Mario Bunge, por ejemplo, opina que el capitalismo global es un sistema perverso, pero no por ello Bunge considera que los brujos y chamanes tienen ‘conocimientos válidos’.

Sousa Santos no logra entender que hay exclusiones buenas y exclusiones malas. Cuando a los países colonizados se les excluye del reparto de riquezas, eso es obviamente malo. Pero, cuando a los brujos y chamanes se les excluye de las pretensiones de tener conocimientos válidos, eso no es malo. Esa exclusión permitirá erradicar la ignorancia y la superstición, y universalizar el método científico que servirá para resolver muchos de los problemas del Tercer Mundo cuya raíz es, precisamente, la ausencia de una mentalidad científica.

Sousa Santos representa emblemáticamente la confusión de la izquierda postmodernista. Sousa Santos cree erróneamente que no es posible separar al capitalismo de la ciencia. Y, en función de eso, cree que el primer paso para oponerse a la hegemonía capitalista consiste en oponerse a la hegemonía científica. Personajes como Sousa Santos hacen sentir vergüenza por la izquierda. Si la izquierda pretende retomar espacio después del fracaso soviético, debería replantearse el camino de los socialistas científicos, y asumir que la hegemonía científica, lejos de ser un instrumento de dominio, es más bien una oportunidad para la liberación.

domingo, 5 de febrero de 2012

Las siliconas no son tan malignas

El reciente escándalo generado por el hallazgo de que las prótesis mamarias manufacturadas por la compañía francesa PIP generan cáncer, ha colocado nuevamente en evidencia la enorme ambivalencia que la sociedad industrial siente por los senos. La opinión pública suele hacerse eco del moralismo representado por el novelista colombiano Gustavo Bolívar en su obra Sin tetas no hay paraíso, una tragedia moralizante sobre una muchacha obsesionada con aumentar sus senos, la cual, como es de esperar, no tiene un final feliz.

Pero, a la par de que nos rasgamos las vestiduras en contra de los implantes de senos, cada vez crece el número de intervenciones quirúrgicas. Nadie se atreve a defender moralmente los implantes mamarios, pero muchísima gente prefiere que la presentadora de las noticias en la televisión tenga los senos operados.

Defender la moralidad de los implantes mamarios es una empresa casi del mismo calibre que defender la moralidad del cigarrillo. Como los implantes mamarios, el cigarrillo parece a todas luces perjudicial, y por más que el número de fumadores aumente, eso no lo hace más moralmente defendible. Pero, a raíz del reciente escándalo de las prótesis defectuosas, los implantes mamarios han sido satanizados más allá de lo razonable. Por ello, no propongo reivindicar moralmente a los implantes, pero sí propongo analizar el asunto con una lupa más racional, con la finalidad de ser un poco más justos.

La gran objeción a los implantes mamarios es su carácter escandalosamente vanidoso. Los bosques se están deforestando, hay niños en África muriendo de hambre, la delincuencia aumenta en América Latina, pero nada de eso nos interesa tanto como un par de tetas bien puestas. Todo el dinero que circula en la industria de la cirugía estética podría perfectamente emplearse para solventar los verdaderos problemas del mundo.

La crítica a la vanidad, y en especial a la preocupación por la belleza corporal, no es reciente. Ya el libro bíblico de Eclesiastés tiene una gran fijación con ese tema, y hay alguna antigua leyenda judía que sataniza a los cosméticos: según se narra, el demonio Azazel fue el culpable de introducir los cosméticos a las mujeres.

Pero, así como ha habido moralistas rigurosos que desprecian la vanidad, ha habido otros moralistas que más bien la aplauden, pues estiman que es necesaria para el bienestar de la humanidad. En el siglo XVIII, el filósofo Bernard Mandeville opinaba en un polémico poema, La fábula de las abejas, que los vicios privados (como la vanidad), pueden convertirse en virtudes públicas. Si todas las abejas trabajan para satisfacer sus deseos individuales, a la larga, la sociedad de las abejas saldrá beneficiada, pues la vanidad estimulará el trabajo de las abejas.

Un vanidoso hedonista como Voltaire supo aprovechar este argumento. Su poema, El mundano, es una reflexión sobre los placeres del mundo. Allí donde plenitud de religiones e ideologías sociales enfatizan el ascetismo, Voltaire glorificaba el buen vivir y el consumo. En una célebre frase del poema, Voltaire advertía que lo superfluo es necesario.

Si bien Voltaire no desarrolló su argumento, no es difícil expandirlo. La vanidad es necesaria porque sirve de estímulo a la producción económica que, a la larga, generará el excedente de riqueza que servirá para satisfacer las necesidades de la humanidad. En la época de Voltaire, un grupo de economistas, los llamados ‘fisiócratas’, opinaban que la riqueza de un país está en su producción agrícola. Todo lo demás (y, por supuesto, esto incluye los implantes mamarios), es un desgaste. Los defensores de la vanidad, en cambio, sostienen que, para poder alcanzar riqueza plena, es necesario dedicarse a otras actividades comerciales e industriales, que si bien no están dirigidas a satisfacer las necesidades básicas, sirven como activación del aparato económico, y a la larga, esto sí propiciará la satisfacción de las necesidades básicas.

De hecho, en el siglo XX, el modelo económico que sirvió para salir de la crisis económica mundial, inspirado en las teorías de J.M. Keynes, básicamente consistía en activar la economía mediante actividades que no estaban dirigidas exclusivamente a satisfacer las necesidades elementales. Una imagen (quizás demasiado simplista, pero apta para nuestro propósito ilustrativo) recapitula bastante bien la propuesta keynesiana: para salir del atolladero económico, a veces es necesario crear un hueco en la carretera, e inmediatamente buscar taparlo. Un acto aparentemente destructivo como ése, en realidad servirá para activar la economía.

Quizás los implantes mamarios sean parte de ese mecanismo vanidoso que sirve para la activación de la economía. Detrás de cada prótesis hay miles de empleos que, a la vez, abren oportunidades económicas para eventualmente satisfacer las necesidades de los niños hambrientos del África. Como decía Voltaire, la vanidad es necesaria, en buena medida porque, irónicamente, no sólo sirve para satisfacer deseos escandalosos. No propongo que concedamos el Nóbel de la Paz a Pamela Anderson por sus enormes tetas, pero sí propongo que, junto a Mandeville, consideremos que, en ocasiones, los vicios privados pueden convertirse en virtudes públicas.

Pero, mi defensa parcial de los implantes mamarios es más psicológica que económica. Cada vez hay más indicios de que buena parte de nuestra conducta está condicionada por nuestros genes, y la selección de estos genes estuvo a su vez condicionada por las circunstancias bajo las cuales vivieron nuestros ancestros en la sabana africana.

El gusto por los senos grandes, y el poder de éstos para manipular las emociones de tanta gente, no es un mero invento de la sociedad de consumo que estimula la vanidad mediante la publicidad. Todas las épocas y todos los contextos culturales han favorecido los senos grandes; la singularidad de nuestra sociedad consiste sólo en potenciarlos mediante la tecnología, y ofrecer a las mujeres de senos pequeños la posibilidad de competir con las mujeres con senos naturalmente grandes.

Esta universalidad del gusto por los senos grandes es indicio de que, probablemente, los hombres tengamos algunos genes que nos induzcan a ser agradados por el busto de Yuyito. Por supuesto, los senos no son el único objeto de nuestra fascinación sexual genéticamente codificada. El gusto por las bocas rojas, por ejemplo, seguramente tiene una base genética. Y, como ha de esperarse, los genes que codifican ese gusto han persistido debido a alguna ventaja adaptativa. En el caso de las bocas rojas, éstas son indicativas de ovulación. Y, en ese sentido, aquellos hombres que le gustaban las bocas rojas tuvieron más oportunidad de propagar sus genes, pues se apareaban con mujeres que estaban ovulando.

No es tan fácil descubrir cuál es la ventaja adaptativa del gusto por los senos grandes, y de hecho, esto sigue siendo un misterio en la psicología evolucionista. Contrario a lo que se suele creer, los senos grandes no ofrecen mejor lactancia, de forma tal que las crías de aquellos hombres que sentían más placer con mujeres de senos pequeños, recibían la misma alimentación.

Pero, podemos explorar alguna otra ventaja adaptativa del gusto por los senos grandes. Los senos son indicativos de la edad. A medida que las mujeres envejecen, sus senos van cayendo. Una mujer con senos grandes revela mejor su edad que una mujer con senos pequeños. Los hombres que tenían un gusto por los senos grandes tenían así más posibilidades de propagar sus genes. Pues, al buscar aparearse con una mujer con senos grandes no caídos, aseguraban que su compañera sexual era joven, y esto aumentaba las probabilidades de fertilidad. En cambio, los hombres que le gustaban las mujeres con senos pequeños, corrían el riesgo de aparearse con mujeres de más edad, y esto decrecía sus probabilidades de fertilidad. Al final, vinieron a reproducirse más los hombres con el gusto por los senos grandes, y esto ha explicado cómo el gen que codifica ese gusto ha persistido en la especie humana.

Los implantes mamarios son, entonces, artificios que sirven para satisfacer un gusto natural entre los seres humanos. Tenemos algún gen que codifica el gusto por lo dulce (esto fue ventajoso en la sabana africana, dadas las escasas fuentes de comida en ese contexto, y el hecho de que el azúcar es una rica fuente de calorías); la industria del azúcar busca satisfacer ese deseo perenne, ‘engañado’ al paladar. Del mismo modo, las siliconas son el instrumento que busca ‘engañar’ la búsqueda inconsciente de senos grandes.

Si tenemos en cuenta nuestra configuración psicológica genéticamente fijada por las condiciones de la sabana africana, entonces ya las prótesis mamarias no deberían resultar monstruosidades morales. Es natural que busquemos senos grandes (aun si hacen daño), del mismo modo en que es natural que busquemos comer dulces (aun si hacen daño).

Pero, desde hace tiempo, los filósofos han advertido en contra de la falacia naturalista: no es lo mismo describir que prescribir. El hecho de que la selección natural nos haya condicionado con el gusto por los senos grandes no implica que sea moral satisfacer ese gusto a toda costa. La selección natural probablemente también ha favorecido a los violadores y promiscuos (éstos tendrían más oportunidad de propagar sus genes), pero ello no implica que la violación o la promiscuidad sean morales.

Con todo, me parece oportuno reconocer que la moral debe al menos partir de una base de hechos naturales. Y, en ese sentido, es torpe reprochar como escandalosamente inmoral, una práctica quirúrgica que busca satisfacer un deseo que parece proceder de una fuerte determinación genética. Es cierto que no somos esclavos de nuestros genes. Un ambiente en el cual seamos educados con la creencia de que los senos grandes no deben ser un patrón de belleza, quizás aminore el deseo de ver senos grandes. Pero, así como no somos esclavos de nuestros genes, tampoco estamos totalmente liberados de ellos. Por más que nos propongamos ignorar la relevancia del tamaño de los senos, éstos nos seguirán fascinando.

Por ello, me parece torpe pretender que los hombres no tengan interés en el tamaño de los senos de las mujeres, y que se desaconseje toda forma de intervención quirúrgica para colocar implantes mamarios a las mujeres. La fuerza del deseo inscrito en los genes propiciará que, en muchos casos, la gente haga caso omiso de lecciones moralizantes aburridas. Mucho más efectivo es reconocer el poder atractivo de los senos grandes. A partir de ese reconocimiento, se podrá advertir a las mujeres que, si bien los implantes mamarios tienen un gran poder de atracción sexual (y que una educación mojigata sencillamente no hará desaparecer esa atracción), llevan riesgos considerables.

Al final, la concepción de la ética que considero más razonable, es el hedonismo. Lo bueno es placentero, lo malo es doloroso. Los implantes mamarios satisfacen un deseo inscrito en unos genes que seguramente buena parte de la humanidad comparte, y que la selección natural retuvo en las condiciones de la sabana africana. En ese sentido, los implantes mamarios generan mucho placer. Pero, a la vez, estos implantes traen consigo muchos riesgos. Los filósofos que han defendido el hedonismo como opción ética, recomiendan un cálculo de felicidad: sopesemos las ventajas y desventajas de un acto, y así sabremos si es moral o inmoral.

Estos cálculos muchas veces con complejos. En el caso de los implantes mamarios, parece que generan más dolor que placer. Pero, para elaborar una evaluación más justa, como hemos visto, debemos tener presentes dos cosas: primero, que la vanidad privada de las siliconas puede conducir a la virtud pública de la activación económica; y segundo, que las siliconas responden a un deseo profundamente arraigado en la genética humana.