viernes, 24 de junio de 2011

¡Arriba Paul Gillman!: sobre los proteccionismos económicos y culturales


En concordancia con el gran sueño cosmopolita de Adam Smith, los promotores de la globalización desean sobreponer las fronteras económicas, y permitir el libre flujo de las mercancías. Quizás estas libertades económicas activen las industrias, y eventualmente, la expansión de las redes comerciales traerá prosperidad económica a todos.

En un plano estrictamente teórico, pareciera que esto tiene sentido. Pero, también parece que la realidad es un poco más compleja. Por regla general, la indiscriminada apertura de fronteras económicas ha propiciado que los países del Primer Mundo inunden con sus productos a los países del Tercer Mundo. Y, en esta situación, los países del Primer Mundo se enriquecen, mientras que los del Tercer Mundo se empobrecen.

El remedio que siempre se ha invocado para este problema es el proteccionismo económico. Las economías del Tercer Mundo se fortalecerán en la medida en que sustituyan importaciones. Para conseguir esto, debe imponerse un alto arancel sobre las mercancías importadas, a fin de ofrecer a los productos nacionales alguna ventaja en la competitividad frente a los productos extranjeros.

Esto, por supuesto, es un tema sumamente debatido, y no pretendo concluir definitivamente si el proteccionismo económico es una buena o mala idea para América Latina. Pero, sí deseo tomar una postura firme en lo siguiente: urge no confundir el proteccionismo económico con el proteccionismo cultural. Y, en este sentido, puedo admitir como positivo el proteccionismo económico, pero rechazo el proteccionismo cultural.

Quizás hagamos bien en proteger nuestras industrias frente a los productos extranjeros, pues ello persigue el fin de fortalecer nuestra actividad económica y conducirnos a la prosperidad. Pero, el empeñarse en proteger la cultura autóctona frente a las influencias culturales extranjeras no conduce a ningún beneficio. Las instituciones culturales son buenas o malas, independientemente de donde procedan. Y, si conviene abandonar algún elemento de nuestra cultura, para asumir un elemento foráneo que nos conduzca a un estilo de vida más satisfactorio, bienvenido sea.

Si acaso el proteccionismo es una buena idea, debe aplicarse estrictamente a los productos económicos, no a las ideas. Sería óptimo que el Estado imponga políticas proteccionistas para favorecer a la mantequilla venezolana por encima de la mantequilla importada. Pero, es una idiotez que el Estado intervenga para favorecer a un cantante venezolano de joropo por encima de un cantante venezolano de reggaetón.

El consumo cultural de una idea foránea no debería ser un problema, siempre y cuando terminemos por asimilar esa idea foránea y eventualmente la manufacturemos en nuestro territorio con nuestra fuerza laboral. Si bien el gobierno venezolano actual tiene continuos arrebatos nacionalistas en la protección de la cultura nacional frente a las influencias extranjeras, debo al menos reconocer que, en el caso del cantante venezolano de rock Paul Gillman, ha sabido distinguir entre el proteccionismo económico y el proteccionismo cultural.

La música de Gillman es fácilmente clasificable como heavy metal, un género que, hasta fechas muy recientes, era oriundo del Reino Unido y los EE.UU., y totalmente ajeno a la música tradicional venezolana. Astutamente, Gillman asumió un discurso a favor del gobierno (quizás sí es genuino, ¿quién sabe?), y ha logrado financiamientos para muchos eventos de música rock. Presumo que el gobierno favorece a Gillman porque, además de verlo como un poderoso recurso propagandístico, desea impulsar los talentos nacionales. Pero, obviamente, el gobierno hace caso omiso a que la música de Gillman procede de otra cultura. En este caso, el gobierno protege la industria musical venezolana por un motivo económico, pero no está interesado en proteger la música venezolana por motivos culturales.

Pues bien, aplaudo esta actitud del gobierno. Aquella idea típica de los románticos del siglo XIX, según la cual el Volkgeist, el espíritu del pueblo, debe ser protegido frente a las influencias foráneas en aras a una pureza cultural, es sumamente peligrosa. Estas ideas han conducido a las formas más escandalosas de nacionalismo y xenofobia, y tienen una gran dosis de responsabilidad en los más graves conflictos militares del siglo XX. Al menos en el caso de Gillman, el gobierno ha renunciado a esta xenofobia, y ha permitido la influencia cultural norteamericana mediante la música.

También, por supuesto, lo ha hecho con el deporte. En vez de jugar el sebucán o la perinola, nuestros deportes son el fútbol y el béisbol, de nuevo, originalmente procedentes de culturas foráneas. De nuevo, nadie objeta el consumo de estos productos culturales que, en un inicio fueron foráneos, pero que ya los hemos asimilado, y hoy, por supuesto, exportamos peloteros. Pero, aún queda mucho por reformar. Hay aún molestia frente al Pato Donald, Superman, los efectos especiales cinematográficos, el Bill of Rights, el fútbol americano, Santa Claus, la cultura del fitness, etc.

Los pueblos más prósperos son aquellos que, precisamente, están abiertos a recibir influencias extranjeras, y a partir de ello, las reproducen en los territorios domésticos: importan ideas, estas ideas las convierten en productos, y finalmente terminan exportando los productos. Es exactamente lo que ha hecho Japón desde el fin de la Segunda Guerra Mundial: importó una buena dosis de la cultura americana, y ha exportado aparatos electrónicos altamente cotizados. Los japoneses, por así decirlo, han sustituido importaciones a nivel económico, pero no a nivel cultural. Ése es el camino que debemos seguir.

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