domingo, 12 de septiembre de 2010

Mitos relativistas X: Negar la igualdad de las culturas es negar la igualdad del hombre




El igualitarismo es una concepción filosófica muy extendida en nuestra civilización occidental. Pero, precisamente, tan difundida está entre nosotros, que existe la tendencia a creer que la idea según la cual todos los hombres son y deben ser iguales, es muy antigua. Fue realmente a partir de la Ilustración (de nuevo, ¡otro gran logro de la Ilustración!) cuando se concibió formalmente el igualitarismo.
Por supuesto, dista de haber pleno consenso respecto a qué se entiende exactamente por ‘igualdad’. En primer lugar, ‘igualdad’ implica, no propiamente falta de diferencia, sino más bien equivalencia. Es decir, si bien los seres humanos somos diferentes los unos de los otros, pues cada quien tiene su individualidad, todos valemos lo mismo. Con todo, hay un debate respecto al alcance de la igualdad. Los comunistas y socialistas suelen enfatizar la necesidad de instituir una ‘igualdad de condiciones’, a saber, que no existan clases sociales y que, a grandes rasgos, la riqueza sea repartida equitativamente entre todos. Por su parte, los liberales suelen enfatizar la necesidad de instituir una ‘igualdad de oportunidades’, a saber, que todos tengamos acceso a las mismas oportunidades (frente a la ley, frente al mercado, etc.), pero no necesariamente las mismas condiciones, pues no todos desarrollan las oportunidades en la misma medida.
Éste no es el espacio para discutir cuál de los entendimientos de ‘igualdad’ es el más acertado. Sea igualdad de condiciones, o igualdad de oportunidades, el hecho es que la vasta mayoría de los occidentales tenemos la convicción de que todos los hombres somos iguales. Ahora bien, a partir de este axioma, el relativista llega a una conclusión que parece ser muy lógica: si todos los hombres somos equivalentes, entonces todas las culturas también son equivalentes. Si ningún hombre es superior a otro, entonces ninguna cultura es superior a otra. Pues, las culturas están compuestas por hombres, y resulta natural que, si las culturas están compuestas por hombres, entonces las culturas tendrán las mismas propiedades que los hombres.
Debemos estar muy atentos a esa argumentación, pues es sencillamente falaz. Argumentar que las culturas son iguales porque los hombres son iguales es un ejemplo de aquellos que los filósofos llaman una ‘falacia de composición’. Esta falacia consiste en atribuirle al todo las propiedades de las partes. Pensemos en un caso elemental: la pared está hecha de ladrillos, los ladrillos son pequeños, por ende, la pared es pequeña. Sabemos que ésta no es una conclusión adecuada: existe la posibilidad de que la pared esté hecha con ladrillos pequeños, y con todo, sea grande.
De esa manera, el hecho de que las partes constitutivas de las culturas (a saber, los hombres), sean equivalentes entre sí no implica que las culturas sean equivalentes entre sí. Podemos predicar la igualdad de los hombres sin necesidad de predicar la igualdad de las culturas.
Inclusive, no sólo la igualdad del hombre no implica la igualdad de las culturas, sino que también, la igualdad del hombre sí implica la desigualdad de las culturas. No es posible predicar que todos los hombres son iguales y a la vez predicar que todas las culturas son iguales. Veamos por qué. Si aceptamos que no hay una cultura mejor que otra, es decir, que todas las culturas son equivalentes, entonces tenemos que aceptar que una cultura que acepte la igualdad del hombre no es mejor ni peor que una cultura que no acepte la igualdad del hombre. Pero, si aceptamos eso, entonces aceptamos el alegato de la segunda cultura, según la cual los hombres no son iguales. Así, al aceptar la igualdad de las culturas, aceptamos como válida la tesis pregonada por muchas culturas, según la cual los hombres no son iguales. Para poder aceptar la igualdad del hombre, tenemos que aceptar que una cultura que pregona la igualdad del hombre es mejor (y no meramente igual) que una cultura que no acepta la igualdad del hombre.

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